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Siempre me confesé asturcubano. Soy el mayor de mi familia que no emigró a Cuba, igual que habían hecho mis dos abuelos, tres tíos y cinco primos. Emigrar a La Habana, por supuesto antes de entrar en escena el castrismo, era una tradición familiar que ... en idas, venidas, empleos y pequeños negocios mantenía allí a mis antepasados sin olvidarse nunca de su tierra natal. Bien puede decirse que mantenían las dos nacionalidades. En mi casa siempre se tomaba comida cubana, como el tasajo y los frijones, y se leía el 'Diario de La Habana', que el sufrido cartero cargaba hasta mi domicilio cada tres o cuatro semanas, junto a las revistas 'Bohemia' y 'Carteles'. Las noticias de La Habana interesaban más, a pesar de llegar con mucho más retraso que las nacionales, que, dicho sea de paso, repetían las de Franco paseando bajo palio por algún pueblo donde acababa de inaugurar un pantano.
Mi abuelo, que había vivido la política cubana desde la guerra de independencia, en la que había sido teniente, odiaba a Batista –«carajo, un sargento de presidente», repetía con frecuencia – tanto como a los norteamericanos, que eran los responsables de la pérdida de la colonia. Recordaba con mucho detalle la explosión del 'Maine' y se congratulaba cuando aparecía alguna información sobre la guerrilla castrista, que prometía desde Sierra Maestra liquidar la corrupción que existía.
Han pasado muchos años, de Batista ya casi no se acuerda nadie y las noticias que llegan de Cuba son deprimentes. Mi abuelo, fallecido hace años, enseguida se percató de que el comunismo era el desastre final. En su limitada capacidad de análisis desde la distancia, no era capaz de entender que los norteamericanos, tan activos antes contra España, no acabasen con aquel régimen soviético que empezaba a imponerse en Centroamérica igual que en el Este de Europa. No se equivocaba: el régimen comunista, tan incoherente en un país como Cuba, atravesó etapas muy difíciles, con los norteamericanos actuando de error en error que acabarían permitiendo, contra los deseos de la inmensa mayor parte de los cubanos, que el comunismo se impusiera. Lleva ya bastante más de medio siglo gobernando la isla a golpe de represión y viendo en todo momento cómo la situación se degrada, ante la desesperación inútil de sus habitantes, cada vez más víctimas de la falta de libertades y, a cambio, de mayores dificultades de vida.
La riqueza mafiosa que se creía liquidar, pasó a convertirse en auténtica pobreza que llega al hambre sin posibilidad alguna de poder hacer algo para paliarla. Durante años, el apoyo militar proporcionado a la dictadura del venezolano Nicolás Maduro, a cambio de petróleo barato y abundante, sostuvo la situación, siempre sin la menor perspectiva de mejora. Cayó la Unión Soviética, desintegrada en 16 países, todos ellos con progresos evidentes, pero los gobernantes cubanos siguieron empeñados en mantener el régimen de corte soviético sin percatarse de sus fracasos.
La degradación, apenas paliada por cierta apertura al turismo, continúa, y estos últimos días reventó con algo casi inimaginable: de repente se fue la luz, como puede ocurrir en cualquier instante en otro lugar, pero en esta ocasión el apagón fue nacional y duradero. Afectó a todo el país, los hogares se quedaron sin luz, lo mismo que los hospitales, la pequeña industria y las comunicaciones privadas de combustible. Parecería el final, pero las esperanzas continúan cerradas a cal y canto. Los cubanos, entre ellos algunos asturianos y muchos descendientes, continuarán sufriendo la penuria a cuenta de la obcecación y el poder de unos pocos, que siguen creyendo en un milagro inspirado desde arriba por Lenin o Stalin.
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