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Dimitir es un verbo tradicionalmente muy propio de los avatares de la política. En los sistemas democráticos es habitual cuando se trata de enmendar errores o por incumplir las normas elementales de una convivencia entre los poderes y los ciudadanos. Por ahí afuera es frecuente ... en la actividad pública. En España últimamente ha caído en desuso. Quizás la Real Academia de la lengua debería plantearse sacarlo del diccionario. Llevamos más de un año de agitada legislatura y no se ha dado ningún caso. Hemos votado y no sólo es que nadie haya dimitido, la realidad es que nada se ha cumplido de cuanto se había prometido a lo largo de una campaña repleta de proyectos, una vez constituidas las cámaras y formado un Gobierno de concepción surrealista. Es bastante probable que la explicación sea la ignorancia de quienes incluyen los partidos como comparsas de sus aspirantes al poder, cuyos méritos y garantías son saber escuchar, sin necesidad de asumir criterios propios, sólo pronunciando las palabras sí, no o abstención según señale el dedo del jefe. El criterio propio no cuenta ni se permite expresarlo sin riesgo de perder el empleo.
Así puede explicarse que, durante trece meses de debates, el partido que está detrás del Ejecutivo no haya expresado su punto de vista entre tantos polémicos asuntos que hubo que afrontar, desde la amnistía a un golpista hasta decisiones de trascendencia política o diplomática. Las críticas que la calle hace al Gobierno y particularmente a su presidente, Pedro Sánchez, son adjudicadas a la oposición cuando debería ser al contrario: la oposición está para argumentar en contra y criticar cuando sobre algo discrepa. Algo que en el Parlamento muchos de los diputados ignoran cómo hacerlo con el respeto que merecen las opiniones ajenas y la educación con que debemos tratarnos.
Claro que tampoco es frecuente que los diputados, senadores y ciudadanos en general gocen en España de información de lo que hace el presidente y lo que propone hacer: lo mismo se entregó la soberanía del Sáhara a Marruecos que se reconoció el Estado de Palestina.
Las oportunidades de algunos políticos o altos funcionarios para dar ejemplo de su responsabilidad en sus altos cargos son frecuentes en Europa, y en España una excepción. El propio presidente del Gobierno se ha negado a dimitir, lo mismo ante problemas sensibles familiares que respaldando en el cargo al fiscal general del Estado, que también hace oídos sordos a la decisión del Tribunal Supremo de reconocer que su continuidad es una afrenta a la Justicia y al Estado.
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