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Nicolás Maduro, confirmado estos días como dictador oficial de Venezuela, es el tercer presidente latinoamericano que se suma a esta condición, con sus homólogos de Cuba y Nicaragua. Ahora algunos le otorgan dicha condición igual que si descubrieran que la tierra es esférica, porque la ... realidad es que no debería ser una sorpresa para nadie: ya apuntaba muchas maneras su predecesor, el golpista Hugo Chávez, cuya demagogia contagió y corrompió durante algunos años la democracia en varios países vecinos.
Maduro, conductor profesional de autobús –profesión muy honrada y responsable, pero ajena a la política– empezó a apuntar maneras, cuya exaltación demagógica acabó colocándole en el nivel más alto de la Administración pública de un país respetado por su tradición democrática y envidiado por su riqueza, especialmente por los yacimientos de petróleo, que estaban considerados como los más importantes de mundo. Maduro seguramente era bueno al volante de un bus, pero ignorante de las múltiples funciones de un Estado.
Los venezolanos –que ya habían iniciado una huida de la revolución de estilo cubano cuando Chávez intentó cambiar el régimen– enseguida se percataron de que Maduro y, sobre todo, la compañía de que se rodeaba, no anticipaba más que problemas y pobreza. Su poder lo consolidó de dos maneras: la primera, garantizándose el apoyo de los militares, cuya implicación generalizada con el narcotráfico le ponía a cubierto de un golpe de Estado. Y la segunda, con el respaldo del comunismo cubano al que enseguida contribuyó a afianzar, mientras ocho millones de personas escapaban por miedo.
El suministro de petróleo a un precio ridículo, cuando no gratuito, solucionó durante años la economía castrista y, a cambio, Cuba envió a Venezuela equipos de profesionales militantes de su régimen a difundir sus ideas y propaganda revolucionaria, al tiempo que prestaban –eso también es cierto– ayuda y asistencia en lugares recónditos y retrasados del país. Entre ellos figuraba un contingente de médicos y sanitarios cuya actuación en muchos ambientes subdesarrollados del territorio fue muy bien valorada y supuso apoyo a la revolución en marcha.
Primero el chavismo y luego Maduro contaron muy pronto con la censura norteamericana. En Washington enseguida se percataron del peligro que suponían para la estabilidad política del sur del continente e intentaron frenarlos sin éxito, reduciendo las ayudas para la consolidación democrática y en algunos casos intentando incitar a los militares a ponerle freno al chavismo, que ya se había hecho con el poder en varios países.
Como la política propicia la flexibilidad en función tanto de ideas como de intereses, la pandemia de coronavirus impulsó cambios. Uno de ellos lo reveló cautelosamente la administración federal norteamericana, que en sus previsiones contempló la necesidad de garantizar más aprovisionamiento de crudo. Y como el de Venezuela era el más próximo, negociaciones empresariales consiguieron que los gobiernos de Trump, primero y Biden, luego, amortiguaran el acoso al régimen, con el consiguiente respiro para Maduro. Habrá que ver ahora cuánto le dura.
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