![Mis días griegos](https://s1.ppllstatics.com/elcomercio/www/multimedia/202109/20/media/cortadas/67717000--1248x1848.jpg)
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Toda la vida leyendo a Jenofonte, obsesionado con los abdominales de los '300', tirando siempre de santoral mitológico, y resulta que no conocía Atenas. Había que solucionarlo. Abrí la maleta, metí libros de Lawrence Durrell, Patrick Leigh Fermor, Theodor Kallifatides, Tucídides, la 'Historia de Venecia', ... de Nordwich, y carretera y manta. La ciudad moderna está un poco cascada y gracias a los avispados taxistas aprendes rápido por qué Laoconte advertía en la Eneida «temo a los griegos, aunque traigan regalos». No obstante, una vez superada cierta decepción, comienzas a ver más allá, no solo la perspectiva histórica sino a los griegos, gente amable, educada. Leigh Fermor establecía bien la doble alma que poseen, formada por la herencia clásica y por la moderna, repleta de otomanos, venecianos y bizantinos.
Una vez salvada la Acrópolis, me dejé llevar por las sensaciones citadinas. La espectacular estatua de Poseidón con la que te topas repentinamente en una sala del arqueológico. O los inquietantes sincretismos que reflejan las figurillas de Serapis. Los enormes escudos (qué fuerza debían de tener) y los cascos corintios de los hoplitas. Para comer pulpo rustidito, lo mejor es ir a Mikrolimano, una esquina del puerto del Pireo, y mejor si está regado con los blancos de uva Assyrtiko, vinos de Santorini, muy minerales, que me recordaron a los de Lanzarote. Y las aceitunas no dejen de probarlas: no las he encontrado más deliciosas en ningún sitio. Lo ideal es perderse por las calles, encontrar esos pequeños museos inesperados. El Benaki, o el museo de Arte Bizantino y Cristiano (esos pedazos de papel manuscritos con fórmulas mágicas para protegerse del diablo). Encendí muchas velas en las pequeñas iglesias ortodoxas que puntúan toda la capital, siempre pidiendo por mi alma pecadora, en especial la de Monastiraki. Y qué decir de los restos de la majestuosa biblioteca de Adriano, en el ágora romana. Capítulo aparte es un pequeño museo, Kotsanas, de tecnología griega antigua. Recordé un fragmento de la Ilíada en que Hefesto cuenta con robots dorados para ayudarle en su trabajo, y me preguntaba de dónde habían sacado ese concepto, los robots, que no había sido inventado hasta siglos después. En el Kotsanas encontré la respuesta: autómatas que servían vino, alarmas para las casas, aperturas automáticas de puertas... Muy, muy impresionante el ingenio griego.
Sorprenden los griegos por su capacidad para lenguas, dos, tres, hasta cuatro idiomas te pueden hablar. Es su alma de comerciantes. Y tenía ganas de visitar el santuario de Delfos, a unas tres horas de la ciudad. Aún flotaba en la atmósfera del extrarradio el olor a quemado de los fuegos que habían asediado el país. El santuario, situado cerca del monte Parnaso (qué emoción imaginarse a las musas haciendo su trabajo), no defraudó. En su mejor momento, embellecido por todas las estatuas y los trofeos de guerra arrebatados a los persas en Maratón, Salamina y Platea, tuvo que haber sido de ver. Toqué las piedras de la ya seca fuente Castalia, y me imaginé a la Pitia, intoxicada por las drogas que se metiera, dando su oráculo, filtrado de manera adecuada por los sacerdotes. Hay una copia del Ónfalos, la piedra que señala el centro del mundo, y aquello, como el Vaticano, fue ciertamente el eje espiritual (y un gran negocio) durante cientos de años. «Todos somos griegos», decía Shelley, y allí, disfrutando de la perspectiva del valle y del mar, lo confirmé sin duda alguna.
«No juzgues a Héctor por su pequeña tumba; la Ilíada, Homero, los griegos en fuga, he aquí mi sepulcro: estoy enterrado bajo todas estas grandes acciones». Cuando estás allí, no ves solo las piedras que quedan, en algunos lugares tan escasas que apenas puedes hacerte una composición de lugar, sino todo un ideario desplegado, que es el cofre real en que se guarda la Grecia clásica. Eso lo mezclas con unas jarritas de cerveza Alpha y un buen dolmadakia, y ya tenemos hecho el día. Eleusis era otro destino que aguardaba muy ilusionado. Llegar allí es complicado, no por la distancia (no más de media hora desde Atenas), sino por el sindiós de los autobuses, sin indicaciones, sin horarios. Hubo que improvisar, preguntando se llega a casi todos los lados. Sorprende que otro de los centros religiosos del mundo antiguo se halle en un estado tan descuidado, sin indicaciones, sin facilidades para llegar. El resultado fue que solo estábamos yo y una pirada que rezaba a la sombra de un árbol, igual que me encontré gente haciendo zen en el interior de la pirámide de Keops, supongo que intentando ponerse en contacto con los extraterrestres. Entras en lo que fue el Telesterión y lo compones todo en tu cabeza. Allí también se metían 'pastis', una variante del LSD, y luego tenían sus experiencias religiosas, sus iluminaciones mistéricas. Heráclito decía que sólo era una reunión de borrachos y drogadictos, claro que se atrevía a decirlo porque escribía desde Éfeso, porque a Sófocles, solo por mencionar que había visto una espiga de trigo, casi lo ejecutan. La familia Eumólpidas gestionaba el santuario, que recibía al año entre mil y tres mil personas. Platón, Aristóteles, Marco Aurelio, Plutarco... Todos pasaron por ahí y parece que nadie salió nunca decepcionado: encontraron lo que iban a buscar. Claro que a mí me falta el kykeon, la papilla lisérgica que te daban. La primera obra de los obispos cristianos fue demoler Eleusis. Se ve que tenía peligro. No obstante, yo, como Guillermo de Baskerville en 'El nombre de la Rosa', digo que «la única evidencia que veo del diablo es el deseo de todos de que esté aquí».
Desde la terraza del hotel, todas las noches me tomaba algo y veía el resplandor de la Acrópolis. Allí se pensaron casi todas las grandes ideas, cuatrocientos años antes de Cristo. Todos somos griegos. Claro que sí.
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