La economía española no acaba de arrancar. El escaso vigor de nuestro crecimiento económico empieza a ser noticia en los rotativos extranjeros. Terminando el tercer trimestre del año, todo apuntaba a un PIB en torno al 7%, inferior al previo a la pandemia, y un ... número de horas trabajadas rozando una baja del 5%, cifras sin paragón en Europa.
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Las reacciones ante las cifras han sido dispares: desde la natural alarma desde muchos sectores sociales, preocupados por su evolución, hasta cierto desdén, en especial por parte de la burbuja que arropa a la coalición gubernamental, intentando matar al mensajero -esto es, al INE y, en su caso, al Banco de España- e incurriendo en el 'cherry-picking', rebuscando entre los datos que favorezcan el relato positivo -como el empleo, obviando no sólo la sustitución de empleo privado por público, sino también la caída en el número de horas trabajadas- y la sugerencia de indicadores alternativos, quizá en la estela del flamante Princesa de Asturias Amartya Sen, que midan de forma más amplia el bienestar. Pero olvidando que muchos de esos indicadores alternativos, como empleo, salarios, servicios públicos y acceso al ocio y la cultura, acaban por remitir de nuevo a la producción.
Más allá de las discusiones políticas o metodológicas, algunos analistas comienzan a destripar las cifras que arroja la economía nacional. Y, de forma persistente y coherente, muestran cómo el consumo privado -2/3 del total- no acaba de despegar, atascado en cifras que rebajan, por bastante, a las prepandémicas. Es algo que no sucede en casi ningún país de la UE, con la notable excepción de Alemania. Pero es que, además, la recaudación fiscal vinculada al consumo interior, que afecta a tributos como el IVA o los impuestos especiales, muestra también bajas preocupantes, pese al incremento en los precios base de, por ejemplo, la energía.
La explicación convencional recurre a dos motivos. Por un lado, la remontada que necesita nuestra economía para recuperarse es mayor que la de otras naciones. Y es que la negligencia de nuestras autoridades, ignorando la pandemia durante semanas para luego someternos al confinamiento más estricto de Occidente -ahí están las cifras de actividad y movilidad-, acompañado por medidas para sostener la demanda y una sucesión errática de confinamientos y desconfinamientos parciales, esperando quizá un turismo que jamás llegó, hundió no sólo la demanda sino también la oferta. Como ya apuntamos hace un año, son las empresas, esos entes que crean empleo, las que en mayor medida han sufrido el embate de las restricciones. Y volver a poner en marcha un tejido económico diezmado y debilitado no es fácil. Por otro, asistimos a la pauta de recuperación en 'K', en la que los trabajadores y empresas más cualificados y tecnológicos superan poco a poco los niveles precrisis, mientras los menos cualificados sufren para recuperarlos... Si alguna vez lo hacen. Y, en España, y por desgracia, abundan más los segundos que los primeros, pese al considerable cambio estructural de las últimas décadas. Sumen a ello un estado del bienestar ineficiente como compensador de riqueza.
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Hasta aquí las explicaciones más o menos canónicas. Pero espigando más allá, encontramos un estado de abatimiento, de desesperanza -que no desesperación, o al menos no todavía-, que atraviesa todo el tejido social, tal y como muestran los sucesivos Barómetros del CIS, con indicadores de expectativas que muestran que un 77% de los españoles contempla con desconfianza el futuro inmediato.
A ello contribuye, sin duda, ese entorno económico desfavorable. También las subidas de precios, tan inesperadas como inexplicables, con España registrando máximos mientras la actividad económica muestra mínimos. Y que afectan a bienes hoy esenciales como la electricidad o los combustibles. De ahí, en parte, ese desánimo generalizado ante el futuro. Del mismo modo que lo están tantos jóvenes y talludos de entre 25 y 40 años, que a lo largo de los últimos tres lustros no han vivido sino una sucesión de crisis de todo tipo. Además, esa sucesión de crisis continúa con la 'crisis climática': tras experimentar con éxito el rol del miedo como medio de control social, es la excusa perfecta para un 'gran reseteo' económico de consecuencias sociales y económicas imprevisibles, que supondrá cambios notables en nuestra forma de vivir. Y no necesariamente a mejor, al menos tal y como entendemos 'mejor' hasta ahora: nos moveremos menos, consumiremos menos, habrá más personas dependientes de los salarios vitales y pasaremos algo más de frío en invierno y de calor en verano, entretenidos con plataformas digitales o redes sociales que no son sino el anticipo de la Meta-realidad que ya anuncia Facebook. Sumen a todo ello el cuestionamiento de todo aquello que, hasta ahora, dábamos por seguro: la libertad, el progreso o el crecimiento económico, entre otros referentes colectivos, más o menos racionales, que ahora son cuestionados por la corrección política, la cancelación y el 'wokism'.
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Pero lo que tal vez olvidan las élites que planifican ese reseteo es que los seres humanos necesitamos esperanza. Una esperanza ontológica, entendida como el ánimo de creer que lo deseable se puede alcanzar, motivando proyectos de superación personal aportando lo mejor de nosotros mismos. Todas las religiones y buena parte de las ideologías ofrecen esperanza en una vida mejor como recompensa a una vida terrena sacrificada y cumplidora con el orden social. Pero nuestras sociedades occidentales y, muy particularmente España, tan secularizadas, han sustituido la esperanza en el más allá por la satisfacción terrenal, inmediata, individual, a través de modelos de consumo y aceptación social crecientemente inalcanzables. Además, un liberalismo mal entendido, que reduce la sociedad a individuos en competencia por consumir, y una caricatura de la socialdemocracia, que deja a los individuos al albur de la dependencia de un Estado incapaz de afrontar las obligaciones que dice imponerse, conducen a una síntesis que propicia la sustitución de los vínculos comunitarios por otros tribales e identitarios en competencia por la hegemonía cultural o esos magros recursos públicos o corporativos. El resultado es un descreimiento nihilista y la desafección social e institucional. Una sociedad que confía solo en la familia y los amigos, que prioriza lo emocional sobre lo racional. La alternativa emergente, el panteísmo ambientalista, ofrece un futuro mejor, pero no a las generaciones presentes, ya en la vida eterna, sino a las generaciones futuras en la terrenal, si bien a cambio de sacrificios que las generaciones presentes empiezan a visualizar y que, tal y como muestran las encuestas, no tienen, por ahora, intención de asumir, por más que se apele al miedo apocalíptico.
No salimos fortalecidos de la pandemia, sino debilitados, muy especialmente en España. Sin aprender de los errores. Sin un proyecto como sociedad que aporte una motivadora esperanza de futuro. Y el problema no es sólo su retroalimentación con esa economía que no acaba de arrancar. Es si una sociedad que se tiene como tal es viable sin compartir esperanza en un porvenir mejor.
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