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Estamos asistiendo -con el ejemplo de varias muestras decisivas- al descrédito en que está entrando la política incluso en las democracias más antiguas y consolidadas del mundo. Ya no se trata de los vaivenes que se viven en los países menos desarrollados de África, donde ... continúan siendo frecuentes los golpes de estado y las rebeliones militares y populares que creíamos olvidadas. Ni siquiera el ambiente de confusión que se vive en España, lo que nos coge más cerca, es la más grave muestra que cabe aportar. El problema empieza a cobrar carácter general.
La demagogia populista y el multipartidismo que está propiciando en muchos países, se han convertido en un peligro para la estabilidad que exigen la convivencia y el desarrollo. Hace pocas semanas hemos asistido con incredulidad a los conflictos en el Reino Unido, donde los cambios de Gobierno, los enfrentamientos entre los líderes y las ambiciones de independencia de Escocia han transformado su tradicional flema institucional en un guirigay, cuya última versión quizás sea la creciente reivindicación popular de volver a entrar en la UE. Que el 'Brexit', fruto de la demagogia sin duda, fue un error de los que se pagan a más o menos a corto plazo estaba cantado, pero la verdad es que nadie pronosticaba que se empezase a lamentar tan pronto.
Con todo, donde más se están notando en los últimos tiempos los desgarros que causa la demagogia en el orden democrático e institucional es en los Estados Unidos. La potencia mas importante y la que más se empeña en defender la democracia en otros países, bien es verdad que no siempre de manera desinteresada, rompió su estatus tradicional con la irrupción en la vida pública de Donald Trump. Nadie se explica todavía cómo semejante personaje, sobre quien pesan tantas acusaciones, juicios y dudas de honradez, pudo llegar a la Casa Blanca y permanecer, escándalo tras escándalo, cuatro años, incluido un intento de golpe para perpetuarse en el poder que los votantes habían dado por agotado. Algunos, sin embargo, aunque resulte inverosímil, se niegan a aceptarlo. Bien es verdad que se trata casi exclusivamente de los que se aprovechaban de su ejemplo para enriquecerse, de los racistas que aún quedan y los desquiciados que le siguen con fervor religioso. Su sombra demagógica y prepotente es alargada y lo estamos viendo en la Cámara de Representantes, donde el partido republicano, que acaba de alcanzar la mayoría, no consigue, votación tras votación, elegir al que habrá de ser líder de la oposición a la Administración demócrata de Biden. Lo curioso es que la demagogia de Trump es completamente distinta de la que se prodiga mayoritaria en otros países. Trump no propugna la igualdad, ni mucho menos incrementar los impuestos a los ricos.
Todo lo contrario, es un defraudador nato a la hacienda pública -el primer año como presidente y dueño de múltiples negocios, entre los que destacan los casinos de juego- consta que pagó de impuestos 750 dólares. Su demagogia es que defraudar es conveniente, porque ayuda a crear empleo y a que las familias dispongan de más dinero para que la economía fluya. Y hay quienes lo comparten, aunque todavía no dispongan ni de sistema de salud ni de universidades gratis para sus hijos. En Europa, el populismo distorsiona la vida pública con otros argumentos, pero casi tan disparatados y nefastos para que la política pueda recuperar la sensatez y la autoridad.
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