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Se protesta en Irán contra el régimen teocrático a causa, entre otras cuestiones, del tratamiento que el poder dispensa a las mujeres. Desde nuestro lado vemos con simpatía y solidaridad la arriesgada valentía de las y los protestantes y nos sentimos sorprendidos e indignados de ... que haya sociedades organizadas que practiquen hoy discriminaciones aberrantes que nosotros dejamos de practicar ayer por la tarde.
Tanto en la cultura musulmana como en la cristiana el abuso -actual o histórico- sobre la mitad femenina de la población no se explicita jamás en términos de dominio: soy más fuerte que tú y, por tanto, harás lo que yo diga. No sucede así, de la mujer se abusa por su bien y el de la sociedad. Y siendo este abuso una situación socialmente arraigada, incluso socialmente estructurante, debe ser dotada de soportes y anclajes acreditados en planos capaces de justificarla y ennoblecerla, es decir, en lo religioso, en lo antropológico, en lo científico. Limitándonos a nuestra cultura occidental y a una homologación con base filosófico-científica, veamos tres frases expresivas: «De la mujer puede decirse que es un hombre inferior». «En toda mujer de letras hay un hombre fracasado». «La mujer representa una especie de capa intermedia entre el niño y el hombre». Las frases no son de Jesús Gil, Berlusconi y Trump sino de Aristóteles, Baudelaire y Schopenhauer, occidentales de distintas épocas que han pasado a la historia por listos. No los 'cancelaremos', pero los juzgaremos, en sus necedades, con nuestros criterios actuales no con los de su época -como quieren todos los defensores de aberraciones históricas, genocidios e inquisiciones- porque, probablemente, en sus respectivos tiempos esas frases contenían trágicamente el grado de ajuste a la realidad que provocan las profecías autocumplidas, es decir, si toda una sociedad asume y se comporta como si la mujer fuera inferior acabará provocando que lo sea.
Los ilustres aludidos y los clérigos iraníes y sus feligreses no son ignorantes, padecen algo mucho peor que, en un plano o en otro, nos amenaza a todos: han aprendido mal. Salir de ese síndrome exige mayor esfuerzo que superar la mera ignorancia. No requiere solo alcanzar nuevos conocimientos, sino desprenderse de los que, en demasiadas ocasiones, han dado sentido a nuestras miserables vidas. Desaprender lo mal aprendido está al alcance de muy pocos. Se precisa un valor y una humildad que casa mal con toda doctrina o creencia solemne. Cada uno sabe cuál es la suya.
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