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Rara es la semana en la que, por uno u otro medio, la ciudadanía no reciba noticias de abusos por parte de diferentes instituciones o de quienes las representan.
Sucesos que ocurren en un instituto, en un banco o en un hospital y que, si ... no fuese por la confianza que genera el interlocutor que lo cuenta, se diría que es imposible que sucedan.
Insultos y amenazas, desde lo alto de la tarima, por parte de un profesor a su alumnado, maltrato a familiares de un paciente por parte de quien debe facilitar una información a quien espera en un centro hospitalario o actitudes de máxima prepotencia en una oficina bancaria.
Es evidente que en estos tres organismos hay personas, seguramente la mayoría, que tienen un comportamiento ejemplar, con el que tratan de hacer más fácil la presencia en los mismos de alumnos, de pacientes o de clientes, pero son tantos los casos en que una y otra vez se produce este tipo de despotismo que cabe pensar que 'algo' falla en la relación entre las entidades y los ciudadanos.
El problema, parece claro, es un déficit democrático que, en estos últimos años, lejos de disminuir ha ido creciendo. Y lo que, en su día, se presentó como un pequeño bulto, hoy se ha convertido en un tumor que o se corta de raíz o puede acabar llevando a la tumba a un sistema llamado democrático, pero que al profundizar un poco en el mismo se percibe lo lejos que está de llegar a ser eso que nos venden desde tantos discursos y lugares.
La democracia no es solo votar cada cuatro años o la existencia de partidos (y evidentemente estos dos aspectos son indispensables). Eso tiene que ir acompañado de un control y de una oposición permanente a todo tipo de atropello, venga este de donde venga.
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