Era el año 2001. Miguel, un compañero de la VI promoción de Biología de la Universidad de Oviedo, fue a hablar con el decano para ver de qué manera la facultad podía ayudarnos a preparar un acto de celebración de los XXV años de nuestra ... licenciatura. El decano era también compañero de promoción y amigo, pero por razones protocolarias prefirió preguntar en la secretaría con la mayor formalidad. «¿El decano?» «Sí un momento. ¡Manolito, preguntan por ti!» No sé si con muchos decanos esta escena tan familiar sería factible, pero con Manolito sí. Se llamaba Manuel Martínez Esteban, nació en Extremadura y su familia vino a Asturias a buscar trabajo. Estudió Biología en aquella VI promoción y para todo el mundo, salvo para las listas de clase, fue siempre Manolito. Así de sencillo.
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Entró pronto en el Departamento de Fisiología Animal para hacer una tesis sobre 'Alcohol, presión arterial e hipertrofia cardiaca. Estudio experimental en ratas'. Todavía recuerdo su preocupación cuando descubrió que el consumo moderado de alcohol resultaba cardiosaludable hasta para las ratas. Era 1983 y nunca lo había oído hasta entonces y al parecer tampoco el tribunal, que se mostró algo mosqueado por tan singular descubrimiento. Años después escuché esa afirmación con cierta frecuencia, seguramente porque la prensa se habría hecho eco de que algún investigador americano hubiese llegado a su misma conclusión. Hoy se sigue considerando una afirmación válida, aunque a nadie se le ocurre recomendar el consumo alcohólico, por los otros problemas que puede causar y porque resulta políticamente muy incorrecto.
Era conocido como Manolito, tanto cuando era estudiante, profesor y decano, lo que indica hasta qué punto fue querido por compañeros y alumnos durante toda su carrera académica. Estaba lejos de cualquier fasto innecesario porque nunca lo necesitó. ¿Desde cuándo una buena persona, cercana y discreta, necesita subirse a un pedestal para ser apreciado?
Como buen científico de bata hizo una estancia posdoctoral en Estados Unidos, en la Universidad de Minnesota. Contaba su alivio cuando logró seguir los diálogos en inglés por la televisión. Eso quería decir que por fin había superado la barrera del sonido. No era en aquellos tiempos el inglés un idioma tan asequible para los españoles, incluso para los académicos, como lo es ahora.
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A pesar de su calidad humana, no tuvo mucha suerte en muchos aspectos. Enviudó pronto y le quedó una hija pequeña, Ana, que se convirtió en una excelente hija, que le dio una excelente nieta que tuvo el placer de conocer y el dolor de no poder disfrutarla como deseaba. Sus problemas de salud fueron superponiéndose hasta que le obligaron a jubilarse antes de lo debido.
Tuvo que dejar la docencia cuando se dio cuenta de que era incapaz de seguir impartiendo una clase práctica que había explicado durante años. Tiene que ser especialmente duro para un fisiólogo asistir a su propio deterioro, cuando todavía eres consciente de ello. Más incluso que para su familia y sus amigos. Nos veíamos cada tres o cuatro semanas para ir a comer por Gijón o dar un paseo por Poniente y veíamos cómo se apagaba poco a poco. Muy rápidamente el último mes. Nos queda el recuerdo de un buen científico, un gran compañero y un mejor amigo.
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Manolito, descansa en paz.
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