Cuando tenía once o doce años y aún creía en algo, todas las noches rezaba un padrenuestro y un avemaría. Aquella obligación se volvió angustiosa porque me dormía antes de llegar al santificado sea tu nombre y, para no desairar a Yavé, que tenía malas ... pulgas y podía convertirte en estatua de sal, la cuenta se me acumulaba para el día siguiente. De manera que un martes cualquiera se me juntaban 27 padrenuestros pendientes y me veía en la tesitura de pasarme toda la noche rezando o de pedirle a la divinidad que me condonara las deudas, como un peronista teológico, a cambio de confesarme esa semana con un cura del colegio al que llamábamos El Pistolas, que se tiraba media hora hurgando en tu alma como una tuneladora hasta que encontraba por ahí algún pecadillo medio decente.
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Estas aventurillas infantiles me han vuelto inesperadamente a la memoria, en plan magdalena revenida de Proust, después de conocer el contrato prematrimonial firmado por Ben Affleck y Jennifer López. Sabrán ustedes que, entre las múltiples cláusulas, JLo exige practicar sexo con su marido cuatro veces por semana. Espero por su bien que sus abogados hayan cerrado los flecos porque me preocupa mucho el problema de la acumulación. Supongamos que Jennifer se va de gira mundial mientras Ben rueda una película en Wisconsin y se encuentran en su casa al cabo de cuatro semanas. Me imagino la cara de angustia del pobre Affleck, que este mes cumple los cincuenta, cuando, macizamente plantada frente al tálamo nupcial, su mujer le diga:
– Tú verás cómo lo haces, Benito, pero me debes dieciséis.
Espero que el papa Francisco se pronuncie pronto sobre esto.
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