Creo que estaremos de acuerdo en que educar es algo bastante más difícil que adiestrar. La educación va de referencias morales y de mecanismos de conducta y no sólo, ni principalmente, de transmisión de conocimientos y de habilidades. Y sospecho que lo que abona esta ... dificultad es, sobre todo, que la educación opera siempre sobre una contradicción inevitable: la que no puede dejar de existir entre la libertad y el control. La educación sin libertad será domesticación, amaestramiento o doma, pero no educación. Y si en tal régimen de libertad falta la necesaria dosis de control, la aventura puede descarrilar en cualquier momento del proceso con consecuencias imprevisibles. Y supongo que se precisa de las dos componentes, libertad y control, por una cuestión tan básica que a veces se nos olvida: el proceso educativo se ejerce sobre un campo de inmadurez. Dicen quienes lo saben que el cerebro humano no termina de madurar hasta bien pasados los veinte años. Y a esa inmadurez es obligado conceder un impreciso, pero sustancial, grado de libertad. Si damos un paso más en la dificultad y nos situamos ante un colectivo juvenil en especial estado de conflicto y vulnerabilidad, derivado de antecedentes personales problemáticos, admitiremos que gestionar la contradicción entre libertad y control sobre la inmadurez es una función, y una responsabilidad, especialmente difícil, que quienes nos espantamos de los recientes casos de prostitución infantil de menores tuteladas por el Principado hemos de reconocer como tal antes de lanzarnos a la crítica.

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Por lo dicho, no me atrevo ni a sugerir medidas a tomar, en un ámbito especialmente difícil y que no es el mío, para corregir rumbos y evitar lo evitable, que nunca será todo lo indeseable. Sí digo una cosa: me producen mayor conmoción los verdugos que las víctimas. Creo, y espero, que las víctimas, cada una con su mochila a cuestas, se recuperarán. Son jóvenes y no son culpables. Pero qué decir de los verdugos. Individuos, presuntamente en su madurez, capaces de tales hechos, vividos como juerga y negocio, se me figuran irrecuperables.

«Cosas de la vida», dijo tras descubrirse los hechos la consejera del ramo. Comprendo que se le haya reprochado frase tan desvalida como franca e ingenua. Ningún político de colmillo retorcido mostraría tal grado de exposición al examen público. Para quien ha asumido y tiene sobre sí una responsabilidad que yo no quisiera tener sobre mis hombros, todo el respeto y toda la consideración que tal labor merece. Y suerte.

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