Quiso definir el sabio griego y dijo que el hombre es un bípedo implume. Llegó un colega gamberro, desplumó un pollo y lo echó a andar, «he ahí un hombre», y el sabio hubo de completar la definición «…implume de uñas anchas». Podría haber rematado ... también «…implume y contradictorio» y no hubiera acertado menos. Somos contradicciones que caminan; unos más que otros, desde luego. Por eso quien lleva bandera y pancarta debería llevarlas con una cierta discreción y no agitarlas demasiado y guardarse mucho de no usarlas como ariete o como cachiporra en cabeza ajena, porque no sabes cuándo lo que censuras airado en las filas de enfrente florecerá, estridente y por sorpresa, en las propias.

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Quienes se arrogan el privilegio y la pesada carga de proclamarse peritos en las rectas doctrinas y ortodoxias morales y, a partir de ellas, calibrar conductas ajenas, llevan en su propia presunción, y sin saberlo, la amarga penitencia de ver estallar en su patio trasero aquello que tanto condenan en los ajenos. Tradicionalmente, y a partir de las religiones, son las iglesias las que implantan morales y censuran conductas. Para quienes viven tal responsabilidad ecuménica de buena fe, ha tenido que ser durísimo constatar, por ejemplo, la pederastia –menores de edad agredidos no por el lobo sino por el pastor– tan dentro de la casa propia. En la actual sociedad laica, religión e Iglesia han perdido poder e influencia y quien nos afea vicios y malas costumbres es, a veces, una cierta izquierda puritana vindicadora de los valores del momento: si promovemos negocio incurriremos en ambición especulativa, cuando no en explotación laboral agregada, en crueldad animal en la medida en que no somos vegetarianos y siempre sucios y contaminantes y siempre patriarcales y machistas, cómo no. Y uno qué va a hacer, sabiéndose pecador e indigno asume su parte de culpa en todas esas lacras que tanto nos alejan de los nobles ideales naturalistas, ecologistas, igualitaristas, transversales, si bien con una cierta benevolencia, que tampoco son tiempos ni edades para la autoflagelación.

Por eso ante el lamentable caso del joven Íñigo uno se encomienda y se remite a la justicia ordinaria y, si acaso, al refranero, que intuyo más que conozco como espejo de conductas variadas y extravagantes. Pero renuncio a escandalizarme y a generalizar. No quiero tirar de cólera santa ni sentir santa indignación ante la presunta hipocresía y todo eso que sigue. Me conformo, eso sí, con sentir una cierta tristeza. O, mejor dicho, una tristeza cierta.

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