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Era mi segundo año en la escuela de arquitectura de Sevilla cuando apareció por allí un pequeño grupo de asturianos, entre los que estaban Ramón Prendes y la irrepetible Mabel Álvarez Lavandera, que no tardaron demasiado en abominar de las aberraciones disciplinares del lugar, ... para dedicarse, a partir de entonces, a más gratificantes y agradecidos cometidos y ambos con notable éxito. Pero fue años después cuando tuve ocasión de compartir con Ramón tiempo y espacio, durante un año de ocio uniformado, en Valladolid. Allí, un capitán atípico, al parecer estudiante de filosofía y letras, le invitó a producir obra para montar una pequeña exposición de pintura en el propio cuartel y allí tuve ocasión de asistir, en primera fila, al nacimiento de un modo y un estilo que, desde entonces, crecieron y se diversificaron sin llegar a perder nunca aquellas condiciones iniciales que tuve el privilegio de ver nacer: un dibujo que siempre sugiere más de lo que representa, un colorismo generoso aplicado con infinidad de matices hasta poner un modo casi puntillista al servicio de una temática inquietante, que va de lo jovial a lo desolado, y que entra en tensión con la alegría de color y dibujo. Todo ese surrealismo, exuberante y a la vez contenido, ya apuntaba en los logros iniciales de Valladolid.
La obra y el autor. También Ramón velaba la profundidad de carácter con una gestualidad leve que podía parecer superficial. Hay un hecho de aquel tiempo que resulta revelador: ocurrió que uno de aquellos chavales, de limitadas entendederas el hombre, había cometido, con perjuicio para todo el colectivo, no recuerdo qué trapisonda de la que no dejaba de alardear, como quien pide aplauso y homenaje precisamente a los perjudicados por la hazaña. Ramón, por el contrario, con muy sosegadas formas, le puso ante la miseria de los hechos y sus consecuencias, paso a paso y punto a punto, y, contra todo pronóstico, aquel sujeto fue cambiando del triunfalismo fanfarrón al reconcomio derrotado hasta retirarse, como quien abandona el campo, con una exclamación soterrada, desgarrada y conmovedora: «jodíos estudiaos…».
Nota al margen: lo del muñeco Sánchez apaleado en Ferraz, absolutamente aberrante, un horror. Éticamente, las vejaciones en efigie tienen precedentes notorios en las figuras de reyes y rajoys, por ejemplo, y a cargo, sobre todo, de socios catalanes del Gobierno actual, así que nada nuevo lo de Nochevieja. Pero, estéticamente, hay cosas que deberían ser objeto del Código Penal con toda clase de agravantes. ¿Cómo sabían que aquello era Sánchez?
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