Supongo que nadie termina de mandar en sus sentimientos. Los sentimientos brotan sin que resulte fácil ni preciso, una vez constatados, rastrear su etiología, de dónde me viene tal filia o tal fobia. Uno detecta pistas, orígenes, circunstancias, pero el sentimiento como tal, por mucho ... análisis que se le aplique, no termina de radicar en lo racional. El sentimiento se experimenta más que se fabrica. Y el orgullo es un sentimiento como muchos otros, si bien susceptible de ser programado, fomentado y casi, casi, prescrito, como quien impone, desde la autoridad técnica, determinada medicación. «Debes sentirte orgulloso de ser…» y aquí la autoridad competente añade lo que proceda: hombre, autodidacta, filatélico, andorrano… Todos somos muy dueños de sentirnos muy a gusto en cierta pertenencia o en determinada adscripción. Pero una cosa es asumir una vinculación ideológica o social y otra proclamarla a los cuatro vientos solemnemente como si esa condición, hombre o andorrano, terminara de definirme en toda mi complejidad y todos tuvieran la necesidad o la obligación de constatarla en el trato que me dispensen. En suma, el orgullo sano se siente, no se proclama. En mayor medida si la condición que suscita y provoca ese sentimiento de orgullo no es consecuencia de mi voluntad. Nadie ha decidido ser español o varón. Y, desde luego, no sé de nadie que haya decidido ser heterosexual. No veo en qué puede radicar el orgullo de ser heterosexual, condición que, por otra parte, se comparte con multitudes en las que, individuo a individuo, esa condición es cualidad absolutamente irrelevante. En el trato contigo me importa un carajo que seas heterosexual o capricornio.
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Se me dirá que si mi heterosexualidad acabara de superar una proscripción histórica de lo más vejatoria bien podría entenderse una cierta manifestación de liberación y, por ello, de complacencia. Vale, muy bien, has sufrido mucho y ahora, por fin, parece que empiezas a ser respetado, me alegro sinceramente por ti. Pero piensa que, por desgracia, son muchos los colectivos históricamente maltratados y no parecería muy idóneo, más que nada estéticamente, que los parias, los negros, los judíos, las mujeres o los percusionistas se conjuraran para proclamar orgullos de sus respectivas condiciones como seña de identidad. Y, sobre todo, porque teniendo estos colectivos todas nuestras simpatías y nuestro reconocimiento lo último que debería interesarles es aparecer ante todos los demás como unos pelmazos.
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