Estamos viviendo fútbol fuera de fecha, pero no fútbol de verano, sino del que engancha. ¿Por qué engancha tanto el fútbol si no es el deporte más espectacular, ni el más eficiente, un par de goles o tres por partido cuando otros juegos de bola ... logran treinta o sesenta objetivos por sesión? Pues creo que nos engancha sencillamente porque, bien o mal, mucho o poco, lo hemos practicado con bastante asiduidad. Y es así porque, al margen de su esencia, el fútbol tiene una virtud impagable: es acogedor, es decir, recibe a cualquiera y en cualquier sitio, basta una esfera elástica, sin importar demasiado el tamaño ni el escenario. El resto se improvisa y, al margen de todo reglamento, lo mismo se practica con los veintidós jugadores que con cuatro en la modalidad 'cuadrín' y con árbitro o sin él. Si la portería tiene tres palos mejor, pero en su defecto la hacen un par de bolsas de deporte y a correr.
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El primer fútbol propio que recuerdo estaba prohibido, éramos futbolistas clandestinos de parque infantil: el hoy tan ricamente amueblado de la Plaza de Europa era entonces medio parque medio bardial. Jugábamos en la zona de tierra y la prohibición era preventiva: la pelota podía ir a los jardines y, claro, era aquella una España de 'prohibido pisar el césped', uno de nuestros lemas más definitorios y representativos. Poco después, los recreos deportivos del hoy bien dotado Colegio Jovellanos –del que soy orgulloso antiguo alumno–, entonces Grupo Escolar, transcurrían en la vecina Costanilla de la Fuente Vieja, calle escorada y sin comercio, más anónima que recoleta y, por ello, proclive a acoger meadas y cuadrinos de bola negra, en los que las porterías eran el espacio entre alcantarilla y pared y la longitud del campo proporcional al ocasional número de jugadores. Los siguientes fútboles que recuerdo ya eran, modestamente, de vestuario y equipación y con desigual aprovechamiento.
Como espectador, lo más surrealista que recuerdo radica en la memoria remota, la más fresca que conservo. Era un partido 'de la máxima' en el Molinón, entonces no había 'derby' porque, de aquella, no sabíamos inglés. En los graderíos, todos de pie, no cabía un alfiler. Mi vista de entonces a la altura de la cintura de los adultos. Tras brega indecible llegamos a barandilla de campo, pero la presión de popa era insoportable. Una mano paternal me exportó fuera de la grada donde los guardias de asalto –los temidos grises– me acogieron con amable indiferencia y, entre ellos, vi aquel Sporting cinco- Oviedo uno. Otros tiempos.
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