Una de las pocas venganzas morbosas que la realidad nos concede a los mindundis es ver hacer el ridículo a los poderosos. No abundan las ocasiones, pero con lo de Carlos del sábado pasado deberíamos tener para largo. Debo confesar que casi escribo de oídas ... porque la verdad es que toda mi fuente son un par de telediarios, lo que me habré perdido a juzgar por lo poco visto.

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De entrada hay que reafirmarse en lo de siempre: son los mejores, los más audaces, los más capaces, los más listos. Vaya, para decirlo sin rodeos y en una sola expresión, los ingleses son los catalanes del mundo. Lo que no sé es si no les importa hacer el ridículo sabiéndose los mejores o son los mejores porque no les importa hacer el ridículo. Y si creen que exagero, imagínense a cualquier otra nación metida en tal ceremonia. Imposible, pero no por falta de atrezzo, que, al fin y al cabo, en los trasteros áulicos de la vieja Europa no faltarán pendones, espadas y carrozas para montar el espectáculo. Lo que faltaría en cualquier país imaginable es convicción. Hay que creérselo mucho para hacer según qué cosas en público, a la vista de todo el mundo, sin que se te obstruyan los tractos ni te de la risa: esas coronas, esos armiños moteados, esos arzobispos, esos nietos, esos gaiteros sin cabeza, esos gritos de rigor -hip, hip...- que otros pueblos más aprensivos reservan para situaciones rigurosamente alcohólicas y no más que semipúblicas. Y, en fin, para la indumentaria ceremonial del interesado no tengo palabras. Si me dicen que la auténtica se les arruinó la víspera en la tintorería de palacio y tiraron de lo primero que había en el baúl, lo creeré, y si me dicen que era sayón penitencial por los crímenes de la Institución lo creeré también, yo que sé de esas cosas.

Total, que decían los expertos que Carlos quería modernizar y acercar la Institución a quienes la sufragan. Si lo ha hecho yo no lo he pillado. Quizás me faltaron horas de ceremonia para valorar con conocimiento del matiz. O puede ser que la cuestión nuclear, lo que importa del evento, responda a otras claves.

Quizás ayude constatar que sí hay un único Estado en el mundo capaz de emular tal evento. Efectivamente, ese estado es el Vaticano. Y maneja, llegada la ocasión, parecidos ingredientes litúrgicos: tradición, simbología, solemnidad. Y logra parecidas cotas de expectación, atención y reverencia. Y nunca faltan quienes reclaman menos boato y más sencillez. Pero no suelen ser los más afectos a las respectivas instituciones.

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