En el fondo, que los líderes políticos, en vísperas electorales, celebren debates no tiene nada de absurdo, ni siquiera de impertinente. Y ello pese a los resultados prácticos y reales de esta clase de encuentros. Confieso que mi asistencia, como telespectador, al del lunes no ... fue consecuencia del interés o la curiosidad que pudiera sentir ante el evento, sino del estricto y esforzado cumplimiento del deber. No participo, en absoluto, del entusiasmo que estos encuentros provocan en acreditadísimos maestros de la comunicación. De hecho, creo que se celebran a beneficio de estos profesionales a los que procuran materia prima para su habitualmente brillante trabajo. Por mi parte, admito mi incompetencia: abomino de toda conversación en la que los interlocutores no sepan o no quieran escuchar, personalmente procuro evitar rigurosamente estas situaciones, incluso como testigo. Aún más: me siento no ya incapaz, sino moralmente incompatibilizado para determinar un ganador y un perdedor, enfermiza obsesión de todo observador que se precie, porque ¿quién gana en una jaula de grillos? ¿El que interrumpe con más frecuencia y más aplomo? ¿El que miente con más soltura y convicción? ¿El que suda menos?

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Si realmente interesaran las ideas y los programas la primera medida a adoptar sería la absoluta prohibición de interrumpir a quien está en turno de palabra. Pero no interesa la información sino el espectáculo y, para ello, el subterfugio falaz es lo de no coartar la espontaneidad, no encorsetar el diálogo, es decir, fomentar y propiciar la trifulca hasta anular a los propios moderadores, que hicieron el ridículo de caer en su propia trampa, y hacer completamente inútil la cacareada labor de los cronometradores profesionalísimos, porque ¿cómo se mide el tiempo cuando gran parte del mismo hablan dos a la vez? Empezó a interrumpir Sánchez, matón vocacional, hasta que Feijóo decidió seguirle el juego y ya hablaron ambos simultáneamente hasta los respectivos minutos finales.

Tampoco es para sorprenderse demasiado. En las cadenas españolas la basura televisiva tiene acogida segura. En consecuencia no es extraño que los contenidos -los que sean, los concursos, los telediarios, los debates- se basuricen a fin de retener al respetable. Además, es bien sabido que la política española no gasta modos versallescos, ni siquiera florentinos, más bien ronda por lo tabernario, así que todo coherente: a los habituales modos basura de nuestra política corresponden los lógicos debates basura. Y a seguir.

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