Una portavoz del Partido Socialista, de cuyo nombre ni quiero enterarme, afirmó, ante las cámaras de televisión que Núñez Feijóo era «rehén de Puigdemont», sin que en el acto de la declaración le temblara el párpado superior del ojo izquierdo en tic irreprimible, ni se ... le acelerara, de forma apreciable, el ritmo cardíaco. Confieso mi absoluta incapacidad para encontrar comentarios que estén mínimamente a la altura de la referida declaración, porque es de las que dejan con la boca abierta a ciudadanos pánfilos, como el arriba firmante, que aún no dominan todo eso del relato y la posverdad, es decir, que aún se obstinan en creer que dos y dos siguen siendo cuatro, y no tres para comprar y siete para vender.

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Naturalmente, tal declaración se produce en contexto electoral, ocasión en la que las prácticas infrahumanas propias de la política española se exacerban y se afilan, pero con todo y con eso, la declaración en cuestión equipara con absoluta desenvoltura lo blanco y lo negro, como si tal ejercicio de cinismo dialéctico fuera lo más natural del mundo. El núcleo del asunto sobre el que versa la declaración, los hechos a que se refiere, es muy simple y muy nítido: hay un prófugo de la justicia, presunto delincuente, que vende su voto parlamentario. La declarante, y su partido, han comprado su voto sin reparar en el precio a pagar. Feijóo y el suyo, no. O, más coloquialmente, hay un extorsionador y hay dos posibles extorsionados. Uno de ellos ha aceptado gustoso la extorsión. El otro no. Hechos objetivos a los que no es posible dar la vuelta sin incurrir en la gilipollez de tomar por cretinos irrecuperables a todos sus oyentes y, particularmente, a sus votantes. Eso sí, la declaración no es un ocasional exabrupto de un individuo llevado de entusiasmo descontrolado, sino que está en la línea del partido, como grupo especialmente bien cohesionado que es, si se compara con el discurso de otros portavoces destacados como Pilar Alegría o Patxi López o de líderes especialmente locuaces como J. L. Rodríguez Zapatero.

Me niego a creer que en el PSOE, un partido al que he votado mucho, no quede un ápice de decencia. No quiero ni pensar el desgarro que estarán viviendo tantos militantes y tantos simpatizantes honestos que, ni en sus peores pesadillas habrán llegado a imaginar la actual deriva ética del partido. Claro que, con más certeza que probabilidad, todos estos estarán alejados de responsabilidades, situados en tercera fila. Y en tercera edad, me temo.

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