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Una funcionaria del ámbito municipal comunica, sin mayor detrimento de su compostura, que un determinado trámite común viene tardando, en su ayuntamiento, dos años. De ... una licencia de obras se trata. ¿Cuánto debería durar, razonablemente, el trámite de tal solicitud?. Ya sabemos que, en ausencia de silencio administrativo, ese plazo no está reglado pero así, para empezar, parecería que mucho menos que la propia obra. Más o menos como la redacción del proyecto de aquella. Un marciano sin corromper cifraría la duración del trámite en tres semanas. Un indígena resignado en tres meses. En dos años pueden pasar muchas cosas, cómo saber si tras ese plazo seguirán vigentes las circunstancias que condujeron a la solicitud: ¿habrá aún interés, dinero o ilusión en la iniciativa?, ¿se habrá jubilado o más algún interviniente?, ¿habrá surgido una nueva pandemia o una guerra europea?
Cómo hemos llegado a esto desde un primitivo origen incontrolado en el que cabe suponer que el único requisito exigible para edificar, o para pastar o para cazar, era disponer del beneplácito del jefe, ya fuera el cacique o el príncipe, lo que remite a un estado de Administración casi cero. Desde entonces, las sociedades modernas han avanzado con gran convicción hacia el extremo contrario. En el plano urbanístico edificatorio al que me refiero abundan leyes, reglamentos, directivas y, particularmente, planes de ordenación. Esto es necesario y normal. Lo que viene caracterizando la actual situación conducente a la parálisis administrativa es una doble circunstancia: uno, en los últimos tiempos se ha producido un crecimiento de dimensiones oceánicas de la normativa concurrente en el sector y dos, tal hojarasca arborescente requiere –a efectos de su eficiente control– el concurso de un creciente número de especialistas sectoriales. Que nada se nos escape, que nada se nos cuele, que nada se nos pueda reprochar.
Así pues, que informe el expediente el arquitecto, el ingeniero, el jurista, el arqueólogo, el historiador, el ecólogo, el higienista, el epidemiólogo y, ya puestos, el obispo de Calahorra que podría, en caso contrario, aducir marginación. Este camino de perfección conduce a la progresiva ralentización de los procesos administrativos cuando, paradójicamente, todos operamos ya con la inmediatez propia de las nuevas tecnologías.
En suma, de aquel primitivo poder hacer todo y posiblemente todo mal en ausencia de norma vamos camino de hacer, perfectamente, eso sí, nada de nada.
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