Cuando a un arquitecto se le confía el cuidado y mantenimiento de un monumento universal, sea la Alhambra o la catedral de su pueblo, sabiendo que tendrá sobre él miles de ojos armados de autoridad cautelar, junto a la responsabilidad ilusionada puede sentir algo parecido ... a gatos en la barriga.
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Hace unos años, el arquitecto conservador de la Mezquita de Córdoba, Gabriel Ruiz Cabrero, al final de la conferencia que sobre el tema dio en Oviedo, hizo una confidencia acompañada de tono y gesto pícaros –«he descubierto que soy el autor de la Mezquita»– en la que se advertía un fondo de sinceridad emocionada bajo la capa de desparpajo travieso. Creo que la clave del mensaje está en ese «he descubierto». Sin tal arranque la frase quedaría en una sinsustanciada sin más. Pero la expresión «he descubierto» es una forma de comunicar una experiencia personal sobrevenida, la constatación de una vivencia que no era algo programado y que solo se produce a partir de tiempo, dedicación y compromiso: la que se inicia en una toma de contacto con una realidad histórica, un monumento en términos categóricos, que se sabe y se percibe como algo sacralizado y trascendente, precisamente todo lo contrario a quien asume la tarea de atenderlo, que sabe sobre sí la confluencia de todos los focos y todas las reservas. Tarea que impone, en suma. Y si esa tarea se prolonga temporalmente será inevitable que incluso en esos conjuntos monumentales mitificados, en los que toda preexistencia es sagrada, de modo que parece impensable considerar nuevas aportaciones, pues acabe habiendo, efectivamente, nuevas aportaciones. No será una nueva capilla ni una nueva torre, pero sí tal vez unos mostradores o una nueva recepción de visitantes y el hasta entonces conservador restaurador se verá solicitado como nuevo proyectista en un contexto que sabe que, socialmente, le excede y le supera. Pero aceptará el reto y cumplirá profesionalmente, quizá, incluso, con brillantez. Es a partir de esa experiencia, probablemente reiterada, que el compromiso personal dará en íntima identificación con la totalidad del monumento y con su historia, su significado y sus múltiples avatares. Y de ahí deriva, me parece, ese sentimiento de autoría que no es sino identificación, hasta lo más profundo, con quienes le precedieron en trance creativo semejante, al margen de extensión y trascendencia.
Quiero creer que el maestro Enrique Perea, colega cercano y mejor conocedor de Gabriel, no me quitará la razón. Al fin y al cabo, quien lo probó, lo sabe.
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