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Entre los españoles abunda el descontento. Se suceden y se solapan las protestas, manifestaciones, huelgas y amenazas de huelgas. Seguramente actitudes y gestos todos ellos plenamente justificados y razonables. El trabajo se cobra muy por debajo de la inflación, los autónomos ven crecer los gastos ... que no pueden repercutir en sus precios de venta, a los empresarios del siguiente escalón les pasa lo mismo, particularmente agricultores y ganaderos sufren un castigo económico propio de quienes van a ser expulsados del mercado y los trabajadores, en general, pierden cada año poder adquisitivo desde hace tres. Y de quienes padecen los puestos más bajos de la escala social, los distintos grados de pobreza, ni hablamos. Pues bien, aunque todo se andará, de momento no son precisamente, estos colectivos citados y otros semejantes quienes ocupan las calles con sus protestas, quienes amenazan huelgas o las hacen, todo ello legítimamente, por supuesto.
Tras los letrados judiciales, jueces y fiscales exigen mejoras salariales. El personal uniformado, las distintas policías, consiguió el otoño pasado equiparaciones salariales que llegaron a suponer, en determinados casos, aumentos del 38%, sumados varios conceptos, entre 2018 y 2023. La subida salarial prevista para los funcionarios oscila entre el 8 y el 9,5 % entre 2022 y 2024. En este contexto, los empleados de la enseñanza concertada sueñan con equipararse económicamente a los de la pública. Los de la sanidad no sé si se atreven a soñar, pero lo cierto es que cuando la sanidad reivindica en la calle quienes protestan no suelen ser quienes sufren las listas de espera o los teléfonos sordos, sino quienes prestan el servicio, que, por cierto, a mí me merecen desde máximo respeto hasta agradecida admiración.
Total, que en España se protesta y seguramente con razón, pero no protestan más quienes más razones tienen para protestar sino quienes cobran sus nóminas del Estado, esa empresa que nunca quiebra y nunca despide.
No terminamos de asumir que lo que se nos va en pandemias y guerras nos tiene que hacer a todos, necesariamente, algo más pobres. Aunque nunca es a todos, y menos por igual. Determinadas empresas que no dejan de medrar en la desgracia y quienes viven, legítimamente, por supuesto, de ese erario que 'no es de nadie' se avienen muy mal con los necesarios recortes que al resto se nos imponen sin más. Y es que la aristocracia, alta o baja, nunca ha cedido de buen grado sus privilegios.
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