Secciones
Servicios
Destacamos
La crisis social de los últimos años trastocó algunos valores políticos de los españoles. La sucesión de crisis económicas en combinación con el desvelamiento de casos de corrupción, en algunos casos convenientemente amplificados, relacionó inevitablemente crisis y corrupción. Un marco mental que, aunque aparentemente novedoso, ... no deja de estar firmemente enraizado en el imaginario popular. Más aún en un paisanaje que, como el español, no critica tanto la corrupción en sí como defiende el derecho de todos a corromperse.
Pero, buscando políticos honrados, estamos dando en dos tipos de hombres -varones y mujeres- públicos. Por un lado, los incorruptibles que, como Robespierre, pretenden gobernar en nombre de la 'virtud' o, incluso, de la 'verdad'. De otro, una mayoría mediocre, sin oficio ni beneficio más allá de la política -que es, justamente, lo que les hace pasar por honrados- carentes de una sólida formación, técnica, humanística y política que vaya más allá de lo que se aprende en alguna oscura facultad o bien en las escuelas y las covachuelas del partido. Por supuesto, aparece también el tipo mixto, fanático a la par que oportunista. Quedarían, por último, técnicos y profesionales competentes, cuyo peso parece aplastado por la mediocridad dominante.
Son, por lo general, personajes planos. El mayor reto vital que han afrontado es el de ganar un congreso del partido o, ya puestos, lidiar reguleramente con un virus desconocido. Su propia percepción del mundo, de la historia y de sí mismos les convierte en personajes romos, planos, sin matices más allá de las dobleces del juego político. No han tenido que afrontar situaciones revolucionarias, ni guerrear, ni construir naciones o transformar su estructura política. Personajes complejos, poliédricos, que encararon desafíos políticos casi hercúleos, en contextos éticos muy distintos al actual, son motejados de asesinos, fascistas o corruptos por parte de los nuevos políticos. Y lo más sorprendente es que, con ello, no sólo pretenden deslegitimar el pasado para engrandecer el presente, sino que la iconoclastia alcanza a personajes, correligionarios incluso que, aún con indudables claroscuros, han prestado servicios, y no pequeños, a España.
El problema surge cuando, de ese infatuado virtuosismo, afloran paradojas, nuevas corrupciones o, incluso, perversiones. Entre las paradojas -o 'parajodas'- está el propio acceso de estos perfiles a las élites políticas. Hay una perversión en los mecanismos de selección de esas élites que, lejos de reclutar a los más capaces, seleccionan a los del 'aparato', al que más promete o pastelea o, ya en segundos escalones, a los más obedientes, relegando a los díscolos o, simplemente, críticos o capaces de pensar por sí mismos y hacerlo públicamente. El resultado son gestiones más que dudosas de la cosa pública, una dependencia exagerada de grupos de presión particularistas -tradicionales o contemporáneos, algunos incluso extravagantes- y una carencia de liderazgo, al que se toma, erróneamente, con edulcorar realidades o con asumir discursos más o menos sectarios de algunos de esos grupos de presión, y que conducen a la perversión, entendida como el viciamiento de las costumbres o la perturbación del orden de las cosas.
Porque, a priori, parece perverso premiar con un indulto 'político', como punto de partida y no como parte de un acuerdo final, y a cambio de nada, ni tan siquiera de algún gesto de arrepentimiento, a quienes, además de sentenciados, han convertido en irrespirable la relación entre parte de 'su pueblo' y lo que ellos motejan, despectivamente, como 'españita', pero, sobre todo, entre los propios catalanes. Pero, según la nueva virtud, merece más condena el corrupto -que, por supuesto, la merece- que los fanáticos que, en nombre de un supuesto pueblo, rompen la paz social de aquellos a quienes dicen representar. O que, enfrentándose a las autoridades, hacen pasar por manifestación lo que fue tratar de impedir, por la fuerza, un registro.
Como parece perverso atacar la separación de poderes, una de las claves de una democracia. Véanse Tribunal de Cuentas o Constitucional, a cuenta del estado de alarma. Es cierto que el poder judicial adquiere un rol de creciente relevancia, tanto en España como en otros países, como los Estados Unidos. También lo es que, desde 1985, la sombra de la politización se extiende sobre la justicia, sin que nadie sepa/quiera ponerle remedio. Que se publican sentencias en plazos que exceden, por mucho, lo establecido por la legislación. Que la sentencia pudo ser la que fue como ser la contraria. Y que, en realidad, el legislador jamás previó un escenario como el Covid. Pero no lo es menos que no hay sesgo ideológico entre los favorables y contrarios a la sentencia. O que, en contra de lo que aseguraban algunas terminales mediáticas, no ponga en duda la necesidad de suspender o limitar (clave del asunto) libertades, sino el instrumento utilizado para hacerlo. O, que, desde luego, la sentencia provenga de un órgano constitucional legitimado para ello.
Y también es perversa, en fin, la jibarización del parlamentarismo, reducido a oscuras negociaciones 'multinivel', partidistas e institucionales, entre algunos de esos políticos supuestamente virtuosos y aparentemente ignaros. O la despersonalización del adversario, incluso en las propias sesiones de control.
Decíamos de la judicialización de la vida política, consecuencia en parte de esa nueva clase política, que se cree virtuosa y más bien está embriagada por su propio caldo partidista. Pero también de unos partidos mayoritarios que, lejos de buscar el encuentro y la concordia, avanzan hacia el desencuentro y la discordia, deslegitimando implícita y explícitamente un sistema diseñado para buscar el pacto -que no el pasteleo- y el encuentro. De una ausencia de liderazgo que conduce a alianzas perversas con los que quieren destruir la convivencia. De una dinámica social donde la simplificación de los titulares de prensa, así como las redes sociales retroalimentándose, crean burbujas sociales y radicaliza a una ciudadanía que percibe que sus condiciones de vida empeoran y, sobre todo, van a empeorar, buscando soluciones fáciles e indoloras. Justamente, eso que Polibio llamaba oclocracia y ahora es populismo. Y que es lo opuesto al liderazgo y la democracia. Hemos transitado de la corrupción personal o partidaria a la política. Y quizá, más que transitar, debamos decir añadir.
Y es que, en España, pero no solo, asistimos a un combate entre la democracia liberal -estado de derecho, separación de poderes, representación- y esos populismos políticos y territoriales, polarizadores y centrifugadores, particularistas, que intentan perturbar -que no reformar- el orden social, realimentándose entre sí. Pero ni el contexto internacional, con la creciente influencia mundial de una dictadura, o una UE que a veces parece autista; ni el contexto nacional, acaparado por esa clase política tan dada a desenfocar prioridades, a dejarse corromper por los extremos del espectro político, por la tentación populista, auguran nada bueno a una democracia que debería caracterizarse por liderazgos conciliadores, capaces de acuerdos transversales y duraderos, aun pareciendo poco eficaces o frustrantes por las cesiones que suponen. Por el contrario. la alternancia, cuando la hay, es un borrón y cuenta nueva. Polibio sostenía que la oclocracia hacia inevitable la dictadura, para imponer «una» voluntad general. Las fronteras entre lo liberal y lo iliberal, entre el liderazgo y el populismo o entre la democracia y la dictadura siempre ha sido difusa. Y ahora, lo son más que nunca.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Fallece un hombre tras caer al río con su tractor en un pueblo de Segovia
El Norte de Castilla
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.