Hay un montón de grandísimos escritores americanos que no suelen aparecer en el radar de la gente del común. Incluso para quienes nos dedicamos al oficio, nos lleva años ir espigándolos, aquí y allá, por referencias peregrinas. Los cuentos de Ring Lardner, el John O´Hara ... de 'Cita en Samarra', James T. Farrell o Conrad Aiken, el magnífico Don Carpenter de 'Dura la lluvia que cae', Nathanael West y su 'El día de la langosta', Walker Percy y 'El cinéfilo', los relatos de O. Henry, Robert Penn Warren, James Crumley, los 'Dog soldiers' de Robert Stone, Erskine Caldwell y su 'El camino del tabaco'… Son legión los que descubres y legión los que te quedan por leer, de una manera acorde con el infinito territorio físico y espiritual de los Estados Unidos. No hay que añadir que la calidad suele ser prodigiosa. En esa liga suele jugar Stephen Crane, un escritor cuya obra más reconocible es 'La roja insignia del valor', que aparece siempre entre los cien mejores libros de la literatura gringa.
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Crane fue un autor que murió con 28 años, justo cuando comenzaba el siglo XX. No le dio tiempo a cuajar una obra, apenas la antedicha, otra novela más, 'Maggie', unas docenas de relatos, recopilaciones de poemas y alrededor de doscientos artículos. Aun así, bastará que les muestre uno de sus poemas para que vayan haciéndose una idea de por qué Norman Mailer, Dos Passos o Vonnegut reivindicaban su magisterio. En el horizonte/vi una criatura, desnuda, bestial,/que, agachándose en el suelo,/se cogió el corazón con las manos/y se lo comió./Dije: «¿Está bueno, amigo?»./ «Está amargo, amargo», me respondió,/ «pero me gusta/porque está amargo/y porque es mi corazón». Ciertamente, llama la atención la precocidad del autor, ya que la norma es que los escritores se forman despacio, al contrario que un matemático o un músico, que puede lanzar sus primeros fuegos artificiales a edades muy tempranas. El lenguaje exige una decantación, que se mezcla con la experiencia, y no suele ser hasta pasados los treinta años que es posible paladear la promesa. En ese sentido, Stephen Crane entra dentro de los niños prodigio, moviéndose a gran velocidad, incluso podría decirse a una velocidad feroz. Cuando uno lee 'La roja insignia del valor', y se entera de que está escrita con 24 años, no deja uno de asombrarse. Es una ráfaga constante de prosa brillante, de potentes imágenes sensoriales, una excavación en la psicología del miedo, aliñada con un montón de metáforas inesperadas. Veamos cómo cuenta el corazón de una batalla, sin haber estado en ninguna: «Una llamarada de rabia ardiente se mezclaba en todos los rostros con cierta expresión de concentración. Muchos de los hombres emitían ruidos en voz baja y aquellas tenues exclamaciones, gruñidos, imprecaciones, oraciones, conformaban un cántico pagano y montaraz, como un sonido subterráneo, extravagante, que parecía una salmodia bajo los resonantes acordes de la marcha bélica». Este es el nivel.
El estilo de Crane requiere tiempo, atención para ir digiriendo la trascendencia con que construye cada frase. Crane no tiene problema en contarnos la histeria del hombre, su crueldad, su miedo, y lo hace eludiendo el naturalismo de Zola o el realismo afable de William Dean Howells. Crane se limita a mirar, no se le ocurre juzgar, ni mucho menos realizar un análisis social o pedir reformas. Las cosas son así, se limita a decirnos, esto es lo que hay, y que cada uno saque sus propias conclusiones. Nuestro autor se olvida de quién es y lo que siente, y se centra en contarnos que el prójimo es tan humano como nosotros, al margen de cánones y clichés preexistentes. Ese es nuestro espejo, nos cuenta, somos así de granujas, así de inocentes. Por todo esto, y porque Stephen Crane suele desaparecer del radar literario con demasiada facilidad, otro escritor, Paul Auster, ha escrito casi mil páginas en un intento de que nunca más se le eche tierra encima,'La llama inmortal de Stephen Crane' (Seix Barral). Podemos hablar de una biografía, pero de una tratada desde la admiración y un enfoque narrativo, utilizando técnicas novelísticas. Se agradece mucho el equilibrio entre la rotunda documentación y el pulso del fan que habla de una materia que le pasma y le fascina. En ese sentido, me acuerdo del documental sobre Hemingway dirigido por Ken Burns y Lynn Novick, en el que otro superfan, Tobias Wolff, aparece alicaído al no poder explicarse cómo es posible que Ernest fuera un obsesivo cazador de animales y un maltratador de mujeres. Es lo que tiene ser fan.
Volviendo al libro de Auster, bien es cierto que, en ocasiones, me resulta excesiva la profundización en determinadas partes de la vida y la obra de Crane, que podrían haber sido aligeradas. Estoy seguro de que el libro hubiera ganado. En todo caso, lo que leemos, tanto los hechos como las corrientes de entusiasmo de Auster, nos incitan a seguir en la brecha. No hace falta haber leído a Stephen Crane, el libro mismo crea una intimidad con el joven autor que probablemente llevará a los lectores hacia alguna de sus obras. Es la misma querencia que sintieron Joseph Conrad, Ford Madox Ford, Henry James o Herbert George Wells. Y como un último apunte, solo recordar la despedida terrible y magnífica que le hace la madre al hijo que va a la guerra en 'La roja insignia del valor': «No sé qué más decirte, Henry, excepto que nunca te achantes por mí, hijo. Si llega el momento en el que tienes que elegir entre morir o hacer algo mezquino, piensa solo en hacer lo correcto; porque hay muchas mujeres que tienen que soportar cosas así en estos tiempos; y el Señor cuidará de todas nosotras»
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