![El corazón africano de Roma](https://s1.ppllstatics.com/elcomercio/www/multimedia/202204/11/media/cortadas/gaspar-meana-ksa-U1601629982702XVB-1248x770@El%20Comercio.jpg)
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Quien haya visitado el norte de África, puede recordar ruinas romanas tan espléndidas como la ciudad de Volubilis o el anfiteatro de El Djem, solo un poco más pequeño que el Coliseo, en Argelia ('salvum lotum', buen baño, gritaba la multitud a los mártires empapados ... en sangre por las mordeduras de las fieras en el circo). Quien sepa un poco del Imperio, está al tanto de que tenía dos corazones: la misma Urbe, y las provincias africanas. El primer corazón albergaba el poder, el segundo, se ocupaba de alimentarlo. Cuando Escipión destruye finalmente Cartago en el 140 a. C., Roma se hace con el control del Mediterráneo y de las antiguas provincias púnicas. Esa esfera de poder abarcaba territorios y espíritus, lenguas, religiones, pero, sobre todo, cereales. Un ejército avanza sobre su estómago, afirmaba Napoleón, y los romanos saben que el trigo que tan bien se daba en Numidia, Mauritania o Egipto era la base para mantener a la Urbe tranquila y a las legiones 'testudine et facie', listas y en formación de batalla. Una vez aterrizados allí, lo primero era facilitar las comunicaciones; como siempre, se construyen carreteras militares como la que une Cartago con Tánger, de unos 2.300 kilómetros. A partir de ahí y hasta el siglo III, bajo la dinastía del emperador Severo (de orígenes africanos), en que las provincias alcanzan su máximo esplendor, hay una historia apasionante.
Los romanos, aparte de repartir estopa, siempre tuvieron cierto ojo para las cosas de comer. Por ejemplo, respetaron las religiones de los pueblos dominados, porque la religión, para Roma, es un hecho político (ni siquiera exigía adorar a sus deidades, con excepción hecha del emperador). En muchas ocasiones incluso añadían el santoral extranjero al canónico romano, creando entidades como Baal-Saturno. Desde luego, sus Hera, Hermes o Mercurio encontraban rápidas equivalencias en suelo foráneo. Todo esto ahorraba un montón de problemas. Ítem: los romanos respetaban mucho las particularidades de sus súbditos, conscientes de lo superfluo que podía ser el uso de la fuerza en ciertos casos, y 'dejaban hacer', ya fueran griegos o bereberes. Eso no quiere decir que renunciasen a sus intenciones civilizadoras, sino que utilizaban a las élites respectivas de forma transversal, dejando que la 'romanización' funcionase por impregnación. Roma no quiere 'cristianizar', sino que coloniza y desarrolla, es decir, toma pueblos (gens) y los convierte en ciudades (civitas), y esas ciudades son el centro de una zona próspera y fértil (pagus) que le proporciona tributos y alimentos. Las inscripciones están por todas las colonias, en recuerdo de Augusto, Tiberio, Adriano, Antonino, Severo. Un rosario de ciudades que ejercen de elemento irradiador de cultura, una red de carreteras para conectarlas, y los lictores romanos desplazándose por ellas.
Paradojas: la causa de que en el norte de África haya soberbias ruinas, muy bien conservadas, ha sido la falta de civilización. Las ruinas que están cerca de ciudades modernas han perdido sus piedras, utilizadas para levantar nuevas construcciones. La colonización francesa del siglo XIX hizo desaparecer más monumentos romanos que los once siglos anteriores de presencia árabe. De facto, el norte de África representa para las ruinas romanas lo mismo que Asia menor para las griegas. Arcos de triunfo, templos, acueductos, puertas sepulcrales y votivas… Lo que queda, lo ha hecho sorprendentemente intacto. Pero volvamos a lo importante: la fertilidad. Hay una frase proverbial en latín, 'los cultivos de Libia', que vendría a ser para nosotros como las minas de oro de California. El trigo se producía en un 150 por 1, las vides daban dos cosechas; en Sirte se decía que el olivo crece a la sombra de la palmera, a la sombra del olivo el higo, debajo de la higuera la granada, y debajo de la vid el trigo y la hierba. Había agua procedente de manantiales que creaba el milagro de los oasis, que para Túnez y Argelia significaban lo mismo que el Nilo para Egipto. Y cuando los dioses no proveían, se ocupaban de hacerlo los ingenieros. No había finca sin aljibe, se creaban canales para dirigir el agua embalsada, los acueductos cruzaban kilómetros de desierto para hacer brotar el líquido de espléndidas fuentes, en medio de las ciudades. 'Fait acompli', supongo que dirían los ingenieros franceses cuando se encontraban con la mitad del trabajo hecho.
Lugares de referencia son Timgad, la 'Pompeya de África', en el sur de Argelia, con su casa de los Laberii, con 67 suelos de mosaico. El ya mencionado anfiteatro Thysdrus, con su poderosa masa de piedras color rosado. El templo de Minerva en Thugga, al noroeste de Túnez. La fortaleza de Lambaesis, en el nordeste de Argelia, en la que la Legio III Augusta estuvo custodiando el desierto durante 200 años. Echen un vistazo en la red y vean estas maravillas. Hasta que llegaron los árabes en el 650 d. C., y con el intervalo de los vándalos (429-533 d. C.), el imperio romano dominó el norte de África durante 800 años. En ese tiempo hubo un montón de problemas, por supuesto: esclavismo, abusos fiscales, ejecuciones de propietarios, rebeliones de campesinos… Igual que en la España vacía, el campo no era exactamente las églogas de los bucólicos poetas griegos o romanos. Pero eso ya se lo dejo al autor del ensayo que nos convoca hoy, 'El África romana', de Adolf Schulten (Renacimiento), un historiador decimonónico rescatado por esta editorial y que aún tiene que decir muchas y hermosas cosas sobre el Imperio. Al cabo, recuerden que el edicto de Caracalla nunca fue derogado, por lo que todos seguimos siendo ciudadanos romanos.
Un último apunte: cuento aparte merece una de las historias que aparecen en el ensayo, esto es, la lucha entre paganos y cristianos a partir de la aceptación de la nueva fe, el crujido de las estructuras del Estado, la discordia en el seno mismo de las familias. Solo para que se hagan una idea de la dureza del choque, recordar al severo Tertuliano, que proponía negar la limosna a los mendigos paganos, porque estos, al recibirla, invocaban delante del donante a sus divinidades paganas. Este era el nivel.
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