Referéndum a la carta

Visto que jamás España ha sometido por la fuerza a Cataluña o el País Vasco, estaríamos hablando de separatismo, no de independentismo y, así, toda la sociedad, incluida la no catalana o vasca, debe intervenir en el proceso decisorio

Coque Yustas

Empresario

Martes, 20 de febrero 2024, 20:32

El que un delincuente a la fuga marque el rumbo de la nación que intenta destruir no constituye lo más abyecto de los pactos forjados por el PSOE con todas las fuerzas separatistas, pues su alianza con Bildu es una afrenta a nuestra dignidad colectiva. ... Dicha formación es heredera política de una banda terrorista que no se disolvió por razones morales, sino ante la imposibilidad de vencer al estado de derecho, por lo que ni sus líderes ni su electorado reniegan en modo alguno de los crímenes perpetrados por ETA.

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Pero lo que hace tan grave la alianza socialista con Puigdemont es que pone en jaque los límites constitucionales, la independencia judicial y la integridad territorial. Sobrecoge que el PSOE acepte la amnistía aduciendo un cambio de opinión y no de principios, pero más aún que haya votado contra la enmienda aprobada por la Comisión de Justicia Europea prohibiendo a los estados miembro amnistiar por delitos de malversación. Tal posicionamiento evidencia la voluntad de Sánchez de mantenerse en el poder a cualquier precio, aunque conlleve que los delincuentes dicten sobre su propia causa.

Si la justicia no lo remedia, además de aprobar la amnistía se celebrará un referéndum en Cataluña que en nombre de la convivencia pondrá fin a esta, con lo que Sánchez marcará un hito en el derecho comparado. La Constitución española, como la práctica totalidad de los marcos jurídicos, no reconoce el derecho de autodeterminación, limitado por la ONU para casos de pueblos subyugados, dominados y explotados por una potencia extranjera cuyo territorio no linde con el afectado. Determina igualmente su exclusiva aplicación en aquellas regiones carentes de mecanismos de autogobierno y con antecedentes históricos que acrediten un pasado independiente.

Dado que ni Cataluña ni País Vasco cumplen tales premisas, cabe admirarse de la capacidad nacionalista para adueñarse del relato, presentándose como pueblos oprimidos por un Estado que ocupa el segundo lugar entre los más descentralizados del mundo. Pero con su victimismo no sólo han conseguido imponer su discurso, sino también su terminología, con especial relevancia en lo que atañe a su denominación. Que se les defina como independentistas es lo que más les complace, pues implica el reconocimiento tácito de su derecho a segregarse, ya que la independencia sólo cabe para pueblos sometidos por otros. De ahí su exigencia de que sólo catalanes y vascos decidan sobre su futuro y no el conjunto de los españoles. La aceptación de su condición de independentistas conlleva admitir la existencia previa de dos naciones diferenciadas.

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Visto que España jamás ha conquistado, ocupado, ni sometido por la fuerza dichos territorios, su condición es la de separatistas, pues aspiran a desgajar de una nación regiones que nunca fueron independientes. Bajo tal evidencia, se ha señalar que en todo proceso de separación las partes afectadas tienen derecho de expresión y participación, correspondiendo a la sociedad española intervenir en un hipotético proceso decisorio. En su calidad de separatistas carecen de legitimidad frente a la vía unilateral, así como para reclamar el derecho de autodeterminación.

No menos concluyente es constatar que, incluso en el supuesto de que la sociedad española aceptase su escisión, se verían privados del derecho a segregar íntegramente el territorio afectado, pues ni estarían restaurando un estado soberano, ni liberando a un pueblo sometido por otro, por lo que el depositario de los derechos no sería la comunidad sino los individuos que la conforman.

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El ejemplo quebequés, tan invocado por los nacionalistas, no deja dudas al respecto. Con independencia de que España y Canadá difieran en su configuración -allí cohabitan dos nacionalidades, dos historias, dos lenguas, dos religiones y dos sistemas jurídicos- la Ley de Claridad establece que así como Canadá permite escindirse a aquellos territorios con mayoría separatista, la provincia segregada deberá hacer lo propio en sentido contrario. Ello implica que toda ciudad y comarca de mayoría unionista seguiría formando parte de Canadá. El mismo criterio fue aplicado en Irlanda en 1921 y en Palestina en 1948, casos opuestos al de Escocia, Estado soberano hasta su unión con Inglaterra en 1707, por lo que el resultado de un referéndum de autodeterminación ha de ser vinculante para todo el territorio.

Ello choca frontalmente con el derecho a decidir confeccionado a medida por los nacionalistas periféricos. Sus lacrimógenas apelaciones a los valores democráticos y a la libre voluntad ciudadana, se convierten en papel mojado ante un escenario en el que las provincias de Barcelona y Tarragona, la ciudad de Lérida y el valle de Arán renunciasen a formar parte de la 'república catalana', que estaría conformada por la Cataluña interior, rural y atrasada, con capital en Gerona.

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No obstante a lo expuesto, desde el campo demócrata sólo se les contraargumenta esgrimiendo el frío articulado de nuestra Constitución. A sus fabulaciones travestidas de principios democráticos se responde invariablemente que «no caben en la Constitución», rehuyendo la batalla de las ideas y renunciando a poner en valor los elevados fundamentos que hacen de este articulado nuestro más preciado tesoro colectivo. El único que garantiza la libertad e igualdad de todos los españoles. En ningún momento se les conmina a que expongan los antecedentes históricos por los que reclaman el derecho de autodeterminación, su base jurídica, sus referentes internacionales y su vinculación territorial. Tampoco se les exige explicación sobre el motivo por el que acusan a España de déficit democrático, citando ejemplos de derecho comparado que revelen la existencia de un sólo país que permita un referéndum de tal índole. Distinto sería si éste fuese legitimado por un presidente de Gobierno oportunista y sin sentido de Estado, arropado por un partido político tan irreconocible como es hoy el PSOE.

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