Tan perplejos estamos ante el sometimiento de Sánchez a Puigdemont, el compadreo con Otegui, la quiebra de la solidaridad territorial y la catarata de imputaciones, que nos ha vuelto a colar la entrega de vicepresidencias y ministerios a formaciones antisistema.
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En el pasado los totalitarios ... sólo aspiraban a tomar el poder por medios violentos –golpes de Estado o revoluciones–, pero en las sociedades actuales donde los valores democráticos han arraigado con firmeza, están obligados a adoptar formas civilizadas sin que por ello alteren un ápice sus objetivos. Ya no persiguen la demolición de las instituciones democráticas, pues para imponer regímenes dictatoriales les basta con pervertirlas subyugando al parlamento, a la judicatura y a los medios de comunicación.
Su fórmula para atraer a una ciudadanía cada vez más proclive a anteponer la forma al fondo es la de sustituir el discurso político por el emocional, lo que les exime de rendir cuentas de su gestión bajo la quimera de que la intencionalidad es más relevante que los resultados. Sobre tal premisa afirman representar al bien frente al mal encarnado por una oposición que ansía conculcar los derechos de la mujer, de los homosexuales, de los inmigrantes o de los más vulnerables, pues defiende los intereses de pérfidas élites económicas. Así niegan legitimidad al pluralismo y lo reemplazan por frentismo y visceralidad, despojando al individuo de su sentido crítico para alinearlo en supuestas identidades antagónicas. Pero el diálogo y la confrontación de ideas y propuestas es la esencia del sistema democrático, pues el debate entre las distintas sensibilidades sociales representadas en el parlamento posibilita acuerdos integradores que evitan sentimientos de exclusión. Por contra, el discurso del miedo y del odio es democrática y moralmente inaceptable, al cimentarse en estigmatizar y excluir del proyecto común a medio país dinamitando la tolerancia y la convivencia.
La pasada legislatura Iglesias vendió su apoyo a Sánchez al exorbitado precio de una vicepresidencia y cinco ministerios. No existe precedente en el parlamentarismo europeo, donde impera el pacto no escrito de que los partidos minoritarios pueden condicionar la política gubernamental a cambio de sus votos, pero carecen de legitimidad para asumir carteras ministeriales ya que su gestión afectaría a una ciudadanía que les rechazó en las urnas. Lo contrario se considera un fraude, al imposibilitar la identificación entre gobernantes y gobernados. Si bien hay excepciones a tal práctica, la cesión de ministerios nunca recaería en extremistas –salvo el caso de Francia en 1981, donde un comunista formó parte del Gobierno–, sino en partidos liberales que ejercían de 'bisagra' entre socialdemócratas y conservadores, por lo que su centralidad ideológica evitaría tensiones sociales fruto de su exiguo respaldo electoral.
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Ninguna de estas consideraciones atendió Sánchez en su ansia de poder. La entrega de ministerios y de una vicepresidencia a Iglesias, cuya tabernaria agresividad deriva de la radicalidad de sus postulados, dispararía aún más la crispación sociopolítica que los infames pactos e indultos a los golpistas catalanes.
Fuera está de controversia el carácter antisistema de Podemos. Sus líderes han asesorado a los autócratas de Venezuela, Bolivia y Ecuador, se nutre de anticapitalistas, marxistas, anarquistas o leninistas y arremete contra los consensos que articulan nuestra democracia. Razones suficientes para que su irrupción ministerial sacudiese con virulencia los pilares institucionales y sociales. El antagonismo entre unos gobernantes que no creen en el sistema y unos gobernados sometidos a su arbitrio pese a haberles rechazado en las urnas, ha abierto una profunda desafección social acrecentada por la deriva populista del PSOE. El declive de Iglesias y sus acólitos, incapaces de conciliar el discurso antisistema con el despacho oficial, dio paso a Yolanda Díaz y a Sumar, sin que implicase una alteración ideológica sino estética. Así como en Podemos entendían que debían mostrarse siempre iracundos, Díaz nos sonríe a todas horas. Aunque motivos no le falten –con un 10% de los votos es vicepresidenta y ministra, dejando su minipiso de alquiler para instalarse en un lujoso ático ministerial de 500 metros en el Retiro, cuya reforma y gastos carga al erario público–, lo cierto es que es tan antisistema como su predecesor, proclamando su fascinación por Hugo Chaves y que el comunismo es democracia e igualdad, mientras que el capitalismo nos lleva al desastre. Esta divergencia con la adhesión al sistema inherente a su rango y con la cosmovisión mayoritaria de la ciudadanía, ha intensificado la desafección y la discordia.
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Pero Díaz es más peligrosa que Iglesias, pues mientras éste propugnaba el rupturismo y el odio, ella se conduce bajo la más sedosa impostura. Adopta la estrategia de los 'totalitaristas blandos', quienes promueven regímenes autocráticos desde una retórica democrática que apela a todos los tópicos de la corrección política. Aun así Díaz no logra ocultar su condición, como evidencia enviando a Pineda a la toma de posesión de Maduro –sólo acudieron Cuba y Nicaragua– o con su demagogia económica al reducir la jornada laboral a 37 horas para «hacer feliz a la gente» –a tal fin mejor serían 10– sin someterlo a rigurosos análisis económicos que descarten efectos inflacionistas y laborales que «hagan desgraciada a la gente». Pero para los populistas el relato siempre se antepone a la política real.
La legitimación de partidos antisistema mediante pactos de gobierno, su institucionalización al más alto nivel ministerial, con gestión de recursos y desarrollo legislativo sobre una ciudadanía que les ha rechazado en las urnas, socava la identificación con el proyecto común y amenaza nuestras libertades. La democracia es más frágil de lo que parece, y sus enemigos cada vez más sutiles y camaleónicos.
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