La obsesión localista en España

Hemos renunciado a promover un patriotismo basado en el bien común y en la adhesión a los principios de igualdad plasmados en la Constitución

Coque Yustas

Miércoles, 12 de junio 2024, 02:00

Los padres constituyentes no tenían un modelo definido de organización territorial. Entre los barajados cobró fuerza el vigente Estado Autonómico, pero también la opción de dotar de autogobierno a las regiones 'históricas', manteniendo el centralismo en el resto, pues temían que la fórmula 'café para ... todos' fuera rechazada en comunidades sin pulso identitario, máxime cuando la descentralización no perseguía mejora en la gestión, sino el encaje definitivo de catalanes y vascos. Intuyendo que generase mayor desafección, se decantaron por el modelo autonómico, pese a las reticencias gubernamentales. Para evitar cismas territoriales –sobremanera en el centro y sur, o en provincias como Madrid y La Rioja, que pasaban a autónomas sin demandarlo–, fomentaron un regionalismo integrador que pusiese el acento emocional en los vínculos locales en detrimento de los colectivos. A la tarea se entregó la mayoría del arco político y mediático, sintonizando con una ciudadanía que interpretó que si el franquismo se había caracterizado por un marcado españolismo, la democracia debía identificarse con la exaltación regional. Así, el descrédito de la dictadura y el interés político posibilitaron un fervor regionalista que negó legitimidad al discurso nacional, bajo la convicción de que emana de concepciones totalitarias contrapuestas a los valores democráticos. Sobre tal premisa se vienen ignorando siglos de cultura e historia en común, presentando a España como una estructura carente de identidad, cuya función consiste en aglutinar a comunidades menores repletas de contenido. No existe otra nación que recurra a episodios del pasado para negarse a sí misma. Ni siquiera Alemania o Rusia, que perpetraron los crímenes más abyectos de la historia contemporánea.

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Los españoles nos hemos sumido en una contradicción identitaria, pues aun reconociendo que nuestra nación ha dejado huellas imborrables en la historia del pensamiento y las artes, dotándonos de idiosincrasia propia, rehusamos identificarnos colectivamente con tal legado como si fuera vergonzante. En nuestro imaginario impera la fábula de que España constituye una excepción internacional, un proyecto iniciado por Franco y sólo concebible desde su cosmovisión, por lo que despreciamos la cultura española como elemento aglutinador y la reemplazamos por ensoñaciones localistas.

También hemos renunciado a promover un patriotismo basado en el bien común y en la adhesión a los principios de libertad e igualdad plasmados en la Constitución. A ello contribuye el que las regiones que desafían al Estado obtengan prebendas económicas y prestigio territorial, generando un efecto mimético que lleva a otros gobiernos autonómicos a recurrir a la exaltación regional para legitimarse, anteponiendo el interés local al colectivo. Propugnar el bien común, la solidaridad interregional y los vínculos humanos se considera un anacronismo, mientras se justifica la codicia en aras de la particularidad, incrementando la brecha entre regiones ricas y pobres y fomentando discordia territorial.

En consecuencia, se ha generalizado una obsesión enfermiza por proveerse de elementos identitarios. Una entronización de lo privativo que desvirtúa el concepto de cultura, concediendo más relevancia a un romance repescado en la memoria de una abuela que al Quijote. La fiebre particularista nos ha tornado provincianos y cerriles, y en cada localidad se jactan de vivir en el mejor lugar del mundo. Tal sobredimensión alcanza el paroxismo bajo influjo nacionalista, creando una conexión entre particularidad e individuo que transciende la relación de apego para rozar el éxtasis. Así, al engullir unos calcots o unas alubias de Tolosa el sujeto entrará en comunión con sus ancestros a través de cebollas o habas. Misma perturbación sufrirá sajando un tronco, tocando el flautín y bailando la sardana o el aurresku.

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Pero estos distintivos grupales no nos hacen singulares, ni menos aún superiores. Singular es el distintivo y no el individuo, pues las peculiaridades no lo definen como especie biológica, sino que constituyen elementos circunstanciales abiertos a flujos interculturales que garantizan su libertad. Nieztsche sostenía que las doctrinas empequeñecedoras generan anemia cultural, ya que la veneración de la peculiaridad conduce a la autocomplacencia, antítesis del espíritu crítico preciso para que una sociedad avance.

Los asturianos no somos ajenos a esta crisis identitaria, interpretando que la identificación emocional con la nación que garantiza derechos y libertades es errónea, pues el sentido de pertenencia se vincula al terruño en base a supuestas esencias surgidas del fondo de los tiempos. Así, la adhesión a un proyecto nacional sustentado en principios democráticos y libertades individuales sucumbe frente a la lealtad tribal, determinando que quien apoye la preservación de todo particularismo honrará al clan, y quien lo rechace lo estará traicionando.

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Adrián Barbón secunda con entusiasmo la reivindicación identitaria. Imposibilitado para exponer su gestión, pues las políticas socialistas han abocado a Asturias al nivel de las regiones más deprimidas, recurre a la exaltación regional como medio de legitimación política. De ahí su afán por proyectar una imagen de absoluto compromiso con la tierra y sus peculiaridades. Su solemnidad y veneración frente al más nimio destello de asturianía, pretende transmitir al elector que siempre aplicará medidas beneficiosas para Asturias. Nada que Jordi Pujol no urdiese hace décadas para enmascarar su gestión. Ello sin menoscabo de que también Barbón tenga línea directa con sus ancestros, quienes le exhorten a propugnar de nuevo la oficialidad del bable desconociendo que carece de mayoría suficiente y que la lengua no es herramienta identitaria sino de comunicación, función que en Asturias cumple el castellano sin controversia. Mejor sería que Barbón, en vez de desempolvar baúles y mecer nuestra bandera, se afanase en que Asturias vuelva a ser tierra de oportunidades y no de emigración, pues nada nos haría sentir más orgullosos de nuestra tierra.

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