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Semanas atrás, el director de cine Eddy Terstall presentaba en Asturias su película 'Vox populi'. Eddy satiriza las dinámicas populistas que animan la política holandesa -apoyándose en la vox pópuli y retroalimentándola-, mientras construye un alegato en favor de principios claves del estado liberal como ... la igualdad radical de derechos y deberes para todas las personas.
Sin embargo, lo que captó la atención del público asturiano fue la densidad de relaciones sociales y familiares que refleja la película, haciéndola sorprendentemente cercana a nuestra cultura, a la que suponemos rica en esas relaciones. No aparecen solo barbacoas dominicales, sino también redes de apoyo familiar, que lo mismo sirven para infundir seguridad ante la adversidad que para buscar un empleo a ese cuñado que no lo tiene.
La ciudadanía parece anhelar lazos sociales reales, de vinculaciones estables y enriquecedoras. En los Estados Unidos, millones de personas han dejado de trabajar, generando un fenómeno insólito denominado 'la gran renuncia': gentes que, con el confinamiento, descubrieron la cálida placidez del hogar y del vecindario y ahora no quieren volver a poner el trabajo en el centro de sus vidas.
No son situaciones exclusivas de otros países. Pese a lo que podamos creer, España no es país de vínculos comunitarios robustos, más allá de los decrecientes con la familia, los amigos o la peña. No es infrecuente escuchar en nuestras pequeñas villas asturianas «yo aquí ya no conozco a nadie», «los domingos, a la hora del vermú, veo mucha gente que no es de aquí…». El mercado laboral aleja a los jóvenes de nuestros pueblos. Y el mercado inmobiliario atrae hasta las villas cercanas a nuestra área metropolitana a cientos de familias. Los padres reclaman extraescolares. Y nuestros ancianos están cada vez más solos. En las grandes ciudades, las redes sociales ofician el rol de viejas redes de cotilleo a la hora de buscar quien limpie la casa o enterarse de las novedades del barrio. Y los hogares que más se expanden en España son los de personas jóvenes que viven solas.
Los mayores solicitan a las empresas atención personalizada. Los talludos reclaman empresas con mayor anclaje a largo plazo en el territorio, así como alivio a la presión inflacionista. Los jóvenes conceden un valor creciente a la familia y al grupo de amigos, suponiéndoles un drama tanto la imposibilidad de desarrollar un proyecto de vida como la posibilidad de tener que hacerlo lejos de 'casa', como hicieron muchos de sus padres, abuelos y bisabuelos. Y los inmigrantes capean como pueden la crisis sin disponer apenas de lazos comunitarios.
No asistimos a nada nuevo. En 1893 Durkheim apuntaba a un cambio en las interacciones sociales, que dejaban de basarse en lazos de parentesco o cercanía enmarcados en una conciencia social más o menos homogénea, en la que el individuo se ve como parte de la comunidad, para ser «orgánicas», vinculadas a lógicas productivas y no afectivas, y donde el individuo prevalece frente a la comunidad. En la década de 1940 Polanyi desarrolló estas ideas, concluyendo con la discutible tesis de que, a lo largo del XIX, una mercantilización históricamente excepcional destruyó unos vínculos comunitarios que aportaban cohesión a las sociedades. Es a partir de esa ruptura como explica el auge del nazismo tras la Gran Guerra. Lo que cambiaría ahora es la escala: afecta a casi todos y a casi todos los ámbitos de la vida. Y se rompen incluso los vínculos productivos.
De modo que la acumulación de crisis que desde 2008 sacuden al mundo, ha desempolvado la obra de estos autores. Muy particularmente en España, quizá el país occidental más afectado por esa acumulación, donde el debate sobre los lazos sociales ha ganado cierta visibilidad social a través de novelas como 'Feria', que describe los últimos reductos de la España rural, 'mecánica', en la Mancha de los años 90, abriendo un debate al reprochar el olvido, desde la izquierda, de los sectores más vulnerables, y en especial, de la juventud. Desde las derechas, quizá el argumentario esté menos elaborado, seguramente porque es la realidad la que viene a encontrarse con valores de los que la derecha española -paradójicamente, menos individualista que la izquierda- no ha abdicado jamás: desde la patria a la familia, pasando por su 'protección'.
Esa necesidad de vínculos, raíces y seguridad las conocen bien los populismos. Reiterando conceptos como protección, patria y familia, Marine Le Pen parece capaz de disputar la presidencia de Francia e incluso de plantear alianzas transversales. En España el debate está en manos de una generación emergente de ruidosos treintañeros que, enfangados en la batalla cultural, aspiran a recoger los restos del naufragio de los cuarentones de la nueva política. A la izquierda insisten en el individualismo identitario y hedonista, a la vez que rescatan a Polanyi para acusar al mercado -y no al capitalismo financiero- de la ruptura de esos lazos comunitarios, que pretenden reconstruir mediante la institucionalización, en lo social y económico, de cierto colectivismo decrecentista, por lo general vinculada a su entorno ideológico. Por el contrario, las derechas, más de SUV y vivienda con piscina comunitaria, insisten en la necesidad de proteger a las familias -concepto tabú para la izquierda; favorece la reproducción social y cultural- y a la patria. Hay cierta indefinición en las propuestas, unas más liberales y otras más intervencionistas, pero todo apunta a cierto populismo social a través de la defensa de los empleos más modestos. Verbigracia, la hostelería.
Más allá de elucubraciones ideológico-mediáticas, la primera oportunidad para tratar de recomponer esos vínculos -en este caso productivos- subyace bajo el llamado pacto de rentas: implica renuncias de todos en beneficio de la comunidad/nación. Otro, que afectará a los vínculos familiares, será el pacto intergeneracional: quién, cómo y con qué cuidará a nuestros viejos, crecientemente solos. Pacto que en países como Alemania incluye a la familia como parte de la ecuación. Y que afecta además a la médula del estado del bienestar. Y habrá que hablar, de una vez, de la familia. O del trabajo comunitario. O de inversiones industriales y desarrollo territorial. Todo apunta a que, por ahora, en España, ante la magnitud de los retos que tenemos por delante, y al contrario que en Francia, la apuesta de la mayoría social son las posiciones moderadas, pragmáticas, de acuerdos a largo plazo entre los partidos centrales del sistema, que aporten un proyecto de estabilidad y seguridad a jóvenes, talludos. Apelando, para legitimarlos, no a individuos desvinculados, sino a la ciudadanía de iguales y libres propia del estado liberal. Soslayando el riesgo de seguir los cantos de sirena de las redes sociales. O de lo que Terstall llama en su película 'vox populi'. Y que no siempre es la voz del pueblo ni, por supuesto, lo que conviene a la comunidad.
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