Gracias a sabernos las canciones de Sabina, ya podíamos afirmar que todos los finales son el mismo repetido, pero lo que igual no nos resultaba tan evidente es que todos los comienzos también son el mismo que, testarudos como somos, nos empeñamos en repetir una ... y otra vez.
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Comenzamos con letra mayúscula en la escritura de ese capítulo nuevo que se abre cada año, o cada vez que previamente, por la razón que sea, decidimos poner un punto final. La letra mayúscula de un entusiasmo que ya deberíamos haber aprendido que es muy frágil, aunque a pesar de ello nos obstinamos en pensar que esta vez sí que lo de empezar una vida nueva va en serio. Lo cierto es que tampoco parecemos fiarnos mucho de nuestra voluntad o no recurriríamos a todos los ritos, a las supersticiones más o menos descabelladas que se nos presentan como ineludibles cuando un año cierra sus puertas para abrir las del siguiente. Si confiáramos en la fortaleza de nuestros propósitos recurriríamos menos a todas las liturgias que se supone harán que ese capítulo en blanco de nuestra vida se vaya llenando de acontecimientos felices o, al menos, de días tranquilos, con salud, con ilusión. Desde las doce uvas a la ropa interior roja, pasando por la moneda en los zapatos, saltar encima de una silla, dar una vuelta a la manzana con las maletas en cuanto pasa la medianoche o adivinar el futuro en unas gotas de plomo fundido o las lentejas, quien más, quien menos, trata de conjurar el futuro en la creencia de que el año que empieza vendrá repleto de cosas buenas.
El simple hecho de empezar ya es un sortilegio en sí mismo. Atribuimos a lo nuevo propiedades más o menos mágicas, y a menudo sencillamente felices. La ceremonia de estrenar, que los de las canas aún tenemos presente, ropa el día de Ramos, zapatos nuevos y cuadernos y olorosos libros nuevos al empezar el cole, un abrigo el día de Todos los Santos, un vestido el día de la fiesta del pueblo, confería a la existencia la ilusión de que habíamos dejado de ser los que éramos para ser una versión nueva y mejorada de nosotros mismos...
Porque, al final, me temo que se trata de eso: de la trampa al solitario que nos hacemos en la confianza de ser otros, de superar lo que no nos gusta de nosotros o de lo que nos rodea, de mantener la fe en que podemos ser diferentes y la vida no tiene por qué seguir siendo esa colección de días perdidos en autobuses y en oficinas, en renuncias y en malas noticias, en desazón y derrota.
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Todos los comienzos, sin embargo, son la misma mentira, y los de año nuevo, más. Nada cambia mágicamente de ayer a hoy. No somos otros diferentes después de escribir el último ítem de la lista de propósitos para el nuevo año, y me temo que llegaremos al próximo diciembre sin haber pisado apenas el gimnasio, sin saber más inglés y sin haber dedicado más tiempo a la familia o a los amigos.
Eso sí, estos últimos tiempos nos han enseñado que con que las cosas no vayan a peor, ya casi nos vale. Así que, feliz año nuevo, a ser posible sin muchas novedades.
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