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La ley del péndulo es tozuda. Se alimenta del eterno batallar de los opuestos. El número dos es el tirano que nos obliga a escoger entre el sí y el no, el cable rojo o el azul, izquierda o derecha, religión o ateísmo, libertad o ... seguridad. Como ingenios mecánicos, reaccionamos positivamente a la lisonja y la crítica nos disgusta. La fraternidad y los intereses particulares se elevan sobre la razón y unos pocos hacen de portavoces: «la conozco bien, es mi amiga», «yo trabajé con ella», «si la borran nos borran a todas», proclamando una superioridad moral que tiene más de populismo presidencialista que de higiene democrática.
Paul Éluard era a la vez poeta y especulador inmobiliario. Lorca fue un genio taurófilo y a Lewis Carrol le atraían las niñas. Soñamos con seres de cuerpo entero, como bloques de mármol, que hacen todo lo que dicen y dicen todo lo que hacen, maniquíes de un escaparate, luciendo aquello que nunca tendremos. La izquierda imita a la aristocracia, formada por unas pocas familias que manejan el cotarro. La derecha esconde sus intereses personales en nombre del bien común. A las autoridades les interesa tu opción sexual como mecanismo de control, sustituyendo valores que se deberían aprender en casa y la escuela por el Código Penal.
Los grandes pueblos se distinguen porque no temen perder sus rasgos característicos. El fracaso del referéndum constitucional en Chile debería servir de aviso a las fuerzas progresistas, empeñadas en modificar sus agendas históricas para priorizar el ser al estar, y la disputa por la identidad sobre las necesidades materiales. Resulta reiterativo y cansino reconocer una y otra vez que durante toda la historia de la humanidad ha proliferado la injusticia, el expolio y la exclusión. Genera más clientela política establecer la imagen de las víctimas como enfermos crónicos indemnizables, en vez de construir puentes que tiendan a respetar la diferencia sin convertirla en preferencia. En los intereses de un determinado grupo oprimido no reside ningún atisbo de pureza esencial. Cuando cualquier dificultad es calificada de opresión, los auténticos oprimidos pierden su estatus. El peligro es pugnar por aparecer incluido en la lista de pobres subsidiados en vez de luchar por salir de la penuria aplicando un estricto régimen de igualdad de oportunidades. Nadie es tan pobre como aquel que debe abandonar su tierra por necesidad. Ninguna circunstancia debería servir de blindaje porque entre los desfavorecidos y los pudientes hay un porcentaje similar de canallas y mártires. De lo que se trataría es de fundir la desigualdad y no convertirla en un valor de intercambio o acabarán clasificándonos por nuestras diferencias y no por nuestros méritos, y solo nos faltara el código de barras.
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