Albergamos muchos clichés en la cabeza sobre la guerra de Independencia de los Estados Unidos. Es algo que los mismos gringos se han preocupado de fomentar. Cuadros limpios de 'casacas rojas' avanzando en formación, mientras se enfrentan a los patriotas más desharrapados, pero impulsados por ... la energía de la libertad. Declaraciones solemnes de los padres fundadores enfrentándose al tirano inglés. Una guerra extrañamente incruenta, en la que parece que la única sangre que se derrama es la de las damas mientras recogen rosas en sus jardines. La realidad, como siempre, es más sucia. Mucho más.
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La enorme dimensión de la violencia alcanzada en más de siete años de conflicto aparece en toda su crudeza cuando se analizan las persecuciones de americanos lealistas por los rebeldes, las medidas de contrainsurgencia británicas, las infames prisiones, el terror desatado contra la población, los exterminios de tribus indias, el esclavismo endémico, las violaciones y masacres. Todo quedó disimulado por el interés de los gringos en fomentar una imagen seráfica de la revolución, y la tendencia de los británicos a hacerse los locos cuando pierden una guerra. No hace falta hablar del Motín del Té (1773), que catalizó las tensiones que se venían acumulando desde muy atrás. Los rebeldes formaron comités de resistencia al grito de 'Join or Die!', que actuaron como una inquisición distinguiendo los americanos puros de los traidores, quienes eran humillados, amedrentados, expulsados de sus comunidades y, en algunos casos, asesinados. Los lealistas consideraban un trauma la separación de la metrópoli, y una locura enfrentarse al Imperio Británico. Todos se militarizaron: el drama estaba asegurado, al igual que la guerra civil. Sí, han oído bien: Guerra Civil.
Las milicias pasaron de voluntarias a obligatorias, y en 1773, Jorge III proclamó las colonias en rebeldía. La violencia política no hizo más que incrementarse, las confiscaciones, los castigos, la censura. La identidad americana se conformaba 'contra' la británica. Los británicos comenzaron a ver a los americanos no como consanguíneos, sino como otro grupo más de su imperio a gobernar y, además, desagradecidos y malcriados. Se producen los primeros choques, Bunker Hill, el bombardeo de Falmouth, la invasión de Nueva York… La paradoja es que los británicos se enfrentan a su reflejo en el espejo: protestantes blancos que han mamado la libertad desde pequeños. El modus operandi en ambos bandos es salvaje: unos arman a los negros y contratan mercenarios alemanes, otros cargan sus fusiles con clavos; unos queman las granjas, otros rematan a los soldados imperiales sin miramiento alguno por las convenciones de guerra. Se produce la Declaración de Independencia, «porque si un pueblo se separaba de otro, debía formular las razones por las que lo hacía».
Por una vez, alguien hace mejor la propaganda que los ingleses: sus discípulos americanos. La guerra de ideas es tan importante como la militar, y Washington tiene un concepto claro de lo que debe ser el futuro país, o al menos de cómo se debe vender al mundo. Virtud republicana, honor, patriotismo. Los gringos se enamoran de la idea que tienen de sí mismos y venden motos: ellos no se dedican a la rapiña y el pillaje, no liquidan compatriotas, perdonan la vida a los prisioneros británicos, no cortan cabezas de negros y las ponen en una pica. Eso solo lo hacen los imperialistas británicos y sus secuaces lealistas. Y cuela. Thomas Paine escribe sus ensayos denunciando las rapacerías del imperialismo inglés. Los periódicos americanos se apuntan a la ordalía y se implican en la causa nacional, uniendo a las colonias. Los británicos intentan compensarlo enviando tropas y más tropas, como un 'protovietnam': cien mil hombres que había que vestir y alimentar en una guerra muy lejos de la metrópoli, que iba paulatinamente desgastando las fuerzas del imperio. Un imperio que, al mismo tiempo, mantenía conflictos en todos los puntos cardinales del planeta, contra indígenas hindúes, contra la República Holandesa, contra los franceses, contra los españoles.
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Holger Hook lo cuenta todo en su peculiar ensayo 'Las cicatrices de la Independencia. El violento nacimiento de los Estados Unidos' (Desperta Ferro). Nada complaciente, este profesor de Historia Británica nos cuenta lo que todos quisieron esconder bajo la alfombra. El trato infame en las prisiones; los oficiales ingleses que, una vez prisioneros, se negaban a estar mezclados con indios o negros; las violaciones como instrumento de terror; los soldados rebeldes capturados que eran exiliados a lugares tan distantes como la India; las guerrillas de negros que devastaban las propiedades de los lealistas; el uso de tácticas de guerra indias, como el corte de cabelleras, los despellejamientos o las torturas; la guerra contra la Confederación Iroquesa, que prácticamente fue exterminada en la retaguardia americana (el mismo Washington dijo que «buscamos la ruina total de los asentamientos», y miren qué paradoja, unos rebeldes que se declaraban antiimperialista en el este y empezaban a crear su imperio en el oeste). Hay personajes terroríficos, como el oficial inglés Charles Gray, que pasa a la historia por sus salvajadas con las bayonetas de cubo. O la Legión Británica de Tarleton, tristemente famosa por sus brutales excesos. No había tregua. 'Lex talionis'. Sólo podía quedar uno.
A la postre, el imperio americano comenzó a dar sus primeros balbuceos, un bebé que, al tiempo que berreaba sobre la virtud, la libertad y el sacrificio, aplastaba las esperanzas de los negros de abandonar la esclavitud, blanqueaba las burradas de su revolución, fijaba el relato del 4 de julio mediante desfiles y discursos solemnes. La narración victimista forjó la legitimidad de su rebelión y el sentimiento nacional. Tras el épico cuadro 'Cruce de Washington del río Delaware', pintado en 1851 por Emanuel Leutze, hay lo de siempre: sangre, sufrimiento, propaganda, ideales, actos de valentía, profundas miserias, hambre, barbaridades, lecciones morales y prácticas… Hay, lo que se suele denominar, Historia.
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