Quizás los cementerios nos hablan más de la vida que de la muerte, los que allí están de alguna manera no han muerto del todo, perviven en el plano social y afectivo, no han llegado a esa muerte civil a la que se llega con ... el tiempo, que es el desaparecer de cualquier memoria, ser tragado por el tiempo, haber sido un mero participante en la carrera de relevos que es la historia de la humanidad.
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El poeta Miguel Hernández nació unas fechas antes del Día de Difuntos (30 de octubre) y tal parece que ese azar hubiese marcado la pulsión de muerte que le acompañaría durante su corta vida. La muerte temprana de una hermana, la de José Marín, que le haría escribir La 'Elegía a Ramón Sijé', considerado uno de los más bellos poemas de la lengua española; la avalancha de muertes de la guerra civil, que le haría escribir uno de los versos más definitorios de lo que es una guerra, «hay que matar para seguir viviendo»; luego, los asesinatos de la represión, así como los producidos por las duras condiciones carcelarias, entre los que estaría él mismo. ¿Y qué hace un poeta con sensibilidad mística ante la invasión de tanta muerte? Pues darle trascendencia.
En cualquier cementerio encontramos nichos, tumbas, panteones y, lo más actual, cenizas enterradas al lado de árboles. Y todo ello tiene un nombre, las fechas de su ciclo vital, los recuerdos de su gente... Puede haber una foto y otras dedicatorias, que en ocasiones sobrecargan lo que son pequeños espacios. Es la necesidad de mantener al muerto vivo, vivo en la memoria, en el recuerdo. Todavía es un ser al que se le puede reconocer físicamente y por eso es normal hablar con él, dialogar ante su tumba. Es un monólogo, pero un monologo que intenta abrir puertas, aunque se sepa que la tentativa es imposible.
Se suele conocer, bien porque aún pudiéramos coincidir en vida, bien porque nos hablen de ellos y los veamos en fotografías, a dos o tres generaciones, abuelos y bisabuelos, pero es muy excepcional conocer a los tatarabuelos y la mayoría ni siquiera podríamos decir sus nombres. Menos a partir de ahí, el trastarabuelo, elpentabuelo, el hexabuelo, el heptabuelo, el octabuelo... Los siguientes en la línea ascendente, que difícilmente podemos situar en alguna parte. Salvo pertenencia a alguna saga familiar o que destacase por alguna razón, a la mayoría les queda el desaparecer, que los devore el tiempo y sus huesos se diluyan o pierdan en alguna parte; queda la nada, el vacío, como mucho, dejaran el apellido que han heredado. Es en definitiva, la carrera de relevos.
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Cuando aún era un adolescente que escribía versos con expresiones en Panocho, Miguel Hernández se proponía como el poeta de su pueblo, Orihuela, planteándolo incluso a las generaciones que siguiesen cuando él ya no estuviese. Pero fue mucho más allá y su obra está reconocida a nivel mundial. En el cementerio de Alicante Miguel Hernández está enterrado en una tumba junto a su mujer y su hijo, aquel a quien, en sus últimos versos, escritos en la cárcel, citaba como su yo trascendente. Es su segunda morada, tras haber estado durante años en un nicho donde lo aparcaron tras sacar su cuerpo inerte de prisión.
Junto a la tumba hay un panel explicativo y un buzón donde se le pueden mandar cartas. No las leerá, pero creo que a él le hubiera gustado. El barro, («Me llamo barro aunque Miguel me llame»), ha perdurado en el tiempo.
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