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Las guerras siempre empiezan por ambición y cabezonería y acaban de la peor manera: convertidas en catástrofe humanitaria. Si echamos la vista atrás, recordamos que la contienda civil española dejó más de medio millón de muertos, la Segunda Guerra Mundial 56, la de Vietnam tres ... y medio... Las guerras son tan históricas como el hombre y a la lo largo del tiempo no han sido otra cosa que una máquina de segar vidas.
Bien mirado, es incomprensible que después de las guerras que tanto empañaron el siglo pasado, la sociedad, más libre y evolucionada culturalmente, haya vuelto a caer estos días en un nuevo enfrentamiento predestinado a derramar sangre. Sangre, muerte, dolor y todo tipo de sufrimientos: divisiones sociales insalvables, huidas masivas hacia lo desconocido, destrozos materiales y hundimiento económico.
Lo estamos viendo en Ucrania, un país extenso, pacífico y modesto, con cuarenta y cuatro millones de habitantes y unas ambiciones lógicas de prosperar, que de pronto tiembla ante los cañones que invaden sus carreteras y se destroza bajo las bombas que caen indiscriminadamente desde los aviones de un enemigo que de pronto les amenaza.
Las imágenes y noticias de un hospital infantil destruido, de niños desaparecidos bajo los escombros, de madres esperando con desolación su rescate, sería suficiente para que la barbarie terminara en el acto. Pero la experiencia demuestra que eso es una utopía. Las matanzas proseguirán mientras los responsables escenifican reuniones para demostrar que quieren restaurar la paz mientras siguen matado.
En Ucrania todo permite anticipar que la paz está lejana. Es triste reconocerlo. La ambición de Vladimir Putin, convertido en dueño de vidas ajenas, no permite albergar esperanzas. Seguirá afirmando su supremacía militar y no cejará hasta verla consolidada para imponer sus condiciones: congelar su soberanía y disponer de todo el territorio conforme a sus deseos de expandir sus dominios.
Ya se apoderó subrepticiamente de la península de Crimea y del Donest. Pero quiere más: su ambición es convertir al vecino y pariente pobre en vasallo, prohibirle encaminar su destino y desarrollar su entidad con la ficción de un Gobierno títere. La era de los imperios parecía superada, pero el sentimiento de la ambición de dominio y poder no ha cambado ni cambiará, por mucho que nos adentremos en la filosofía del metaverso y en el sueño de un mundo donde reine la convivencia que tanto podríamos disfrutar.
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