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Que la palabra se utiliza demasiadas veces para ocultar el pensamiento, es una triste realidad continuamente comprobada», decía en un artículo el poeta Carlos Álvarez. Y que un poeta que ante todo es un trabajador de la palabra, que se ocupa de pulirla, de darle ... contenido y continente, es muy significativo que diga eso.
Quizás para este autor recientemente fallecido -el pasado 27 de febrero-, con una larga trayectoria en sus 88 años de vida, el verso es algo más que palabra y disiente del lenguaje dominante. Palabra en el tiempo decía Machado y para que esta trascienda debe dotarse de memoria, pensamiento, emoción, algo muy difícil cuando todo está lleno de palabras, de lenguajes limitados y líquidos. Carlos Álvarez mancha su poesía bajando a los subsuelos como Dostoevsky, o sube a las cimas y contempla el panorama, que ante todo, no le gusta. En ambos casos tendrá sus propias visiones y será una cosmovisión disidente: «Porque tuvo la suerte de tener mala suerte, / se transformó en persona / aunque había nacido en un mundo inhumano». Así ha ido trazando su obra Carlos Álvarez, una poesía neoclásica y de protesta, rebelde, voz profunda, que tiene noche, que se mira en el espejo para ver a los demás, para contemplar la geografía humana que habitamos: «Cuando voy en el metro, muchas veces, / me esfuerzo en estudiar en la mirada / de los que me rodean lo que quieren / decirme con sus ojos abatidos». Porque la poesía de Carlos Álvarez baja a la calle, poesía social se le ha denominado, pero eso solo es una etiqueta que a veces se utiliza para colocar en los márgenes quien no se conduce por las carreteras establecidas: «Mi obra ha salido a la luz casi siempre a destiempo, a veces a contraidioma, como ha podido», explicaba él mismo. Porque empieza a escribir pronto desde su Andalucía natal, en unos tiempos duros, hijo de vencidos y que se reivindica en esa tradición, lucha contra el franquismo, lo cual le llevará a la cárcel y que sus primeros libros tengan que se publicados en Dinamarca y Francia, aunque sus poemas recorran de mano en mano, los sitios clandestinos del túnel por el que se suponía que llegaría la luz y Carlos Álvarez tendría un lugar, merecido porque no solo es un poeta social y de testimonio, sino que explora cosas como las trastiendas y contradicciones del amor: «Pero también me gustas plenamente / como Kira Arguonova, aunque enemigo / me creas y rechaces el abrigo / de mi amor por un noble decadente». Apenas había luz al final del túnel, ni en la realidad político-social, ni en un mundo cultural que silencia e ignora su obra. Es el castigo que pagan los que no se someten a lo establecido, los que tienen criterio propio, los que dan contenido y continente en una literatura dominada por la banalidad, en un mundo cultural empobrecido aunque sea bajo la egida de las luces de neón de la sociedad del espectáculo. Como él quizás diría, Carlos Álvarez no se hace disidente, le hacen disidente. No creo que él tuviese vocación de maldito, sino que el malditismo alcanza a todos aquellos que se salen de la norma, porque el autoritarismo y hasta el totalitarismo, están presentes de diversas formas en el mundo cultural, aunque esto pueda sorprender.
Carlos Álvarez ha sido un poeta con una larga trayectoria, su obra está traducida a varios idiomas, del inglés al ruso, así como estudiada y analizada, también ha obtenido diversos premios. Entre sus libros destacaría para mí Aullidos de Licántropo, en su segunda edición, una literatura llena de heterodoxia e hibridismo, que él autor definía, «es una obra muy rara, no es encasillable, no es un libro de poemas, no es una novela... Yo suelo decir que es una novela poemática. Es un libro». Y yo diría que un libro de vanguardia y experimentación que merece ocupar un lugar importante en la literatura.
Aparte de la poesía también ejerció de articulista, critico y profundo, se puede rescatar ésta reflexión muy de actualidad: «La guerra es el instrumento, el medio utilizado para perpetrar el genocidio, y obtener una ganancia».
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