Si las previsiones no cambian y el Gobierno asturiano no impone cautelas adicionales, todo parece indicar que el miércoles 20 de este mes decaerá la obligación de las mascarillas en exteriores, quedando sólo receptivamente para los medios de transporte, los hospitales y las residencias. Todos ... lo sabemos y aguardamos con expectación, aunque haya personas más temerosas de tan significativo cambio que, en la práctica, supone entender que la pandemia ya no muerde tanto y las imposiciones colectivas se tornan en responsabilidades individuales, al margen de que se acepte, o no, la llamada 'gripalización' del coronavirus.
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Yo voy a barrer para casa, como profesor, agotado, como en tantas profesiones y oficios, de no poder ver la cara, incluso reconocer, a personas próximas. No quiero que a los enseñantes se nos tome como mártires porque, al lado de sanitarios y tantos otros trabajadores de primera línea de fuego, somos unos privilegiados. Pero aun así esto ha sido muy duro, por más que las comparaciones con dramas como el de Ucrania, lo relativicen y no poco. Pero en España hemos visto, en la apocalíptica primera ola, cadáveres, féretros y llantos de quienes no pudieron despedirse de sus familiares más cercanos. El origen de esas muertes no es la maldad humana -y nunca habíamos visto tanta generosidad, sacrificio y afecto en los hospitales-, como ocurre en una guerra de caudillos enloquecidos, pero los fallecidos están ahí, como en las trincheras o en las desoladoras fosas comunes.
La covid 19, como un conflicto humanitario, también provocó éxodos. Recuerdo cuando, hasta para subir al despacho universitario se requería una autorización por escrito de la Gerencia y la policía podía pararte dada la situación de confinamiento. Y si podías o debías llegar a tu puesto de trabajo lo encontrabas sin nadie, como si hubiera llegado el fin del mundo. Cuando empezó a relajarse la cosa y pude ir a presidir un tribunal -con tres miembros a distancia- a la Universidad de León, recuerdo que iba pertrechado por sendas autorizaciones del rector de aquí y del de allá y con miedo a que la Guardia Civil, apostada en el Huerna, entendiera que aquellos salvoconductos eran insuficientes.
Los funcionarios en teletrabajo y las clases online. Penoso. Para las prácticas, una tortura. Los estudiantes eran un redondel con un nombre -salvo en exámenes no ponían la cámara- y los docentes, sí, mostrándonos, pero sin saber quién nos escuchaba con atención o quiénes tenían problemas de conexión o cobertura (que los hubo). Entre eso y hablar a las paredes sólo había un leve trecho.
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El curso pasado, al final, ya pudieron llegar los exámenes presenciales, aunque con tantas cautelas de entradas, salidas, asientos sin poder ser ocupados, hidrogeles y mascarillas -y limpieza continua de toda superficie- que aquella liturgia se parecía más a un castigo bíblico que al placer de ejercer aquello a lo que te has dedicado toda la vida.
Este año, en el que, además, cuento con un excelente grupo de chicas y chicos en clase, la docencia presencial ha levantado un poco el ánimo de todos. También el de poder conversar con los colegas, aunque con toda suerte de cautelas. Al fin la plena ocupación de las aulas y otros espacios universitarios comenzó a dar visos de normalidad a una situación tan dilatadamente excepcional y llena de cambios derivados de la humana falibilidad de la Ciencia. ¿O nadie se acuerda de la obligatoriedad de los guantes?
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El 20 de abril es miércoles y tengo dos grupos de prácticas a los que, unidos, aún les habré dado clase el martes con mascarilla. Para mí será una sorpresa ver caras completas de estudiantes a los que sólo identificaba de ojos hacia arriba y por la voz, cuando intervenían. Confieso que esa normalidad, espero que irreversible, me produce expectación y emoción. Casi como si fuera la primera clase de mi vida, de la que aún guardo un vago recuerdo.
Hasta tal punto esta suerte de embozo, que he respetado rigurosamente, me ha afectado que, aunque ya estemos ensayando con los paseos por exteriores, tengo esa sensación de que volver a ir a cara descubierta supondrá un profundo cambio, no sólo pedagógico, sino espiritual. Creo que, con otro sentido más trascendente, decía algo así San Pablo en una Carta a los Corintios...
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