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Cada verano es un retorno a una inocencia perdida, de rodillas rojas de mercromina y días eternos. Un regreso a las pieles liberadas por la ... canícula encontrándose con otras pieles también sedientas. Reclamamos del clima y de que a una estación luminosa le suceda otra oscura y fría. Nos acostumbramos a la ilusión de comprar la felicidad, pero para cambiar el tiempo necesitamos mudar también de espacio, persiguiendo al sol en sus rutinas. Flotan los coches en las riadas y arden los montes, pero ya no vomitan los niños por la ventanilla del utilitario por aquellos caminos infantiles, ahora las vías son más rectas y los infantes viajan como astronautas. Nos cobrarán por circular por las carreteras que ya abonamos, alegando que quién usa algo debe pagarlo. Siguiendo esta norma la Iglesia también debería estar financiada por sus fieles, la Corinna por los monárquicos y la banca devolvernos lo prestado, sobre todo ahora que prescindirá de la mayoría de sus empleados y blindará sus beneficios con la paulatina desaparición del dinero en metálico.
Mirando la lluvia, que cierra el telón del estío, recordé aquellas camisetas de verano que congelaban en algodón los eventos más dispares: 'III Festival de la Moscancia de Noreña', 'IV Subida Automovilística a Muncó'. Las viseras de Kaskol o Cajastur, ese banco que era nuestro y se esfumó en un juego de manos propio de tahúres. Mientras sorteo los baches de la abandonada zona rural gijonesa, me llega la imagen de aquella chica que bailó conmigo en El Jardín, a pesar de que yo llevaba una sudadera de Hierros Willy estampada con un dibujo digno de un colegial en el Día de la Madre.
Para no perder la costumbre, el mitrado ovetense celebró su mitin de rigor en nuestra milenaria matriz pagana, cristianizada a golpe de sangre sarracena y propaganda patriótica. Mi respeto por la fe ajena termina cuando alguien, vestido de oro, se siente en el derecho de predicar sobre la pobreza o un célibe pontificar sobre la moral sexual. En un estado aconfesional, el acto cumbre de la celebración de nuestra identidad no puede ser acaparado por un pastor al que nadie votó. Bienaventurados los mansos, debió de pensar nuestro presidente cuando se cruzó por su mente la idea de abandonar abruptamente el ágape sacro. Quizás hubiera estado bien que se hubiera marchado ante esta enésima provocación del bunker eclesiástico. Junto al verano que se escurre entre nuestras manos se desvanece el recuerdo de otros clérigos más carismáticos, como el añorado obispo Gabino, que llegó a merecer un tirachinas como obsequio de unos sindicatos que todavía no estaban domesticados por las subvenciones estatales. Qué deprisa corre el tiempo, que lenta va la evolución.
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