Callar por no hablar

Hablar, dialogar, discutir, se ha convertido en una actividad de riesgo permanente. Nadie escucha y todos quieren soltar su rollito, en la íntima convicción de estar en posesión indiscutible de la verdad

Viernes, 13 de enero 2023, 21:52

No es que sea un propósito de año nuevo, pero estoy decidida a no volver a discutir nunca más. Da igual el tema que sea: en lo sucesivo huiré de cualquier discusión tanto si es sobre religión, veganismo, toros, feminismo, política, opciones de vida, música ... o los posibles sustitutos en el corazón de la Preysler. Lo que sea.

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En estos tiempos extraños, cada vez somos más los que decidimos callar. Hubo un tiempo en que el silencio era una forma de supervivencia: decir lo que pensabas podía dar con tus huesos en un calabozo, y creímos, oh inocencia, que la democracia bendita nos traería aquello que tanto se reclamaba, lo de la libertad de expresión. Durante algún tiempo vivimos ese espejismo de que era posible la comunicación de las ideas, el debate, el diálogo, pero duró poco.

Creímos que la gran enemiga de la libertad de expresión, de la posibilidad de comunicar nuestros pensamientos, era la corrección política. Y lo era, es cierto. La censura, aquella denostada señora azul, se fue diluyendo sustituida por la autocensura, por el temor a no ser correctos, a autoinculparnos de un pensamiento divergente que nos alejara de aquello que nos incluía en la nómina de personas civilizadas, demócratas, correctas y hasta biempensantes.

Y sin embargo, con ser un peligroso cercenador de la opinión individual, de la disensión y de la posibilidad de ir contracorriente, no fue la omnipresencia de la corrección política lo que nos está llevando a muchos a militar en las filas del silencio. Es otra cosa, tan disuasoria como la amenaza y con un origen mucho más cutre. Es la mala educación en el más amplio sentido del término.

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No sé si alguna vez supimos discutir. Tengo idea de que tanto en el colegio como en el instituto se nos insistía mucho (oh, tiempos) en que había que escuchar lo que decía el otro antes de hablar. Pero todo eso, si alguna vez existió, quedó sepultado bajo toneladas de malísimos ejemplos televisivos. Los corrillos de indocumentados cronistas de corazón disputando a voz en grito las exclusivas de la nada, las tertulias políticas de pedantes sin enmienda, a sueldo de los suyos, sordos a los argumentos ajenos y ferozmente enrocados en los propios.

Hablar, dialogar, discutir, se ha convertido en una actividad de riesgo permanente. Nadie escucha y todos quieren soltar su rollito en la íntima convicción de estar en posesión indiscutible de la verdad. Las pausas en el discurso no tienen como objetivo escuchar la argumentación del oponente, sino simplemente tomar aire para poder largar de tirón, y a ser posible pisando a los demás, las propias (que casi siempre son copiadas) ideas. Nadie escucha a nadie, y si escuchan no lo entienden, y si lo entienden hacen por olvidar rápidamente para centrarse en la única verdad, que es la propia. Así que los que aún manteníamos cierta fe en el poder de la comunicación, desistimos a fuerza de perder tanto tiempo en explicar lo que queríamos decir y que ni se ha escuchado, ni se ha entendido, ni se ha querido entender.

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No merece la pena discutir. Lo que un día fue patrimonio del raciocinio humano se ha convertido en una algarabía, en un babel indescifrable. No hay voces que se distingan de los ecos. Y callar es lo único que nos permite mantener una cierta elegancia. Y también un poco de cordura.

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