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Suele ser síntoma de vejez y de enfurruñamiento permanente con el mundo despotricar contra las generaciones que nos siguen. Pensar que antes éramos más listos o ahora son más tontos, es, en general, cuestión de percepción, y muchas veces de mala memoria: cuando afirmamos que ... los chavales saben menos de lo que sabíamos a su edad (¡ja!) detrás suele agazaparse nuestro propio olvido y la autoimagen, tan favorecida, que nos hemos ido adjudicando con el tiempo.
Pero luego están las medidas, los números, el barniz de lo científico. Hace ya algún tiempo que se viene hablando de cómo el Efecto Flynn se está revirtiendo. Durante el siglo XX el Cociente Intelectual fue aumentando a razón de 2 o 3 puntos por década. Vamos, que cada vez éramos más listos. Pero curiosamente, de un tiempo a esta parte, concretamente desde finales del siglo pasado, resulta que los resultados de las pruebas que miden la inteligencia lejos de mantener la tendencia al alza van bajando progresivamente.
Y esto lleva al común de los mortales a confirmar una sospecha creciente: que cada vez nos hacemos más tontos. Como mi conocimiento científico del asunto es más o menos nulo, no voy a hacer ningún tipo de juicio, como tan apresurados, y no sé si rigurosos, son muchos de los que se hacen a raíz de esas cifras, que indican no solo un estancamiento en el conjunto de los países europeos, sino un descenso. Naturalmente, muchos expertos dirán que ello se debe a que las pruebas siguen midiendo la inteligencia como hace muchos años, y se ignora la repercusión que la tecnología tiene en los procesos cognitivos; otros señalarán que la inteligencia humana no puede crecer ilimitadamente; partiendo de la base de la enorme influencia que las mejoras económicas, en educación y en salud, han tenido en esa elevación del cociente intelectual, habrá quien atribuya a las crisis, la desigualdad creciente y los recortes del estado del bienestar esa pérdida generalizada de puntos; los xenófobos, con mala baba, no dudarán en culpar a la inmigración, que al aumentar en Europa, nos baja la media; y muchos se limitarán a encogerse de hombros y a afirmar que las nuevas generaciones están refalfiadas, y es lo que pasa.
Sea como sea, lo que parece claro es que vivimos instalados en la contradicción: por un lado nos maravillamos de lo listísimos que son nuestros niños, sus ocurrencias, su vocabulario, su capacidad para manejarse con toda la cacharrería tecnológica, y por otro lado sufrimos viendo que la gente en general tiene una capacidad muy limitada para entender lo que escucha o lo que lee.
Con las cifras resultantes de los test de inteligencia y mientras contemplamos con más indiferencia de la que deberíamos cómo aumenta la Inteligencia Artificial, a mí lo que me da un poco de miedo es que en los supermercados nos ofrezcan mandarinas ya peladas y separadas en gajos, y huevos fritos ya listos. Que el manual de instrucciones de una plancha de conocida marca indique que no se debe planchar la ropa sobre el cuerpo, que en un microondas adviertan de que no deben meterse mascotas, o que en el manual de una sierra eléctrica especifiquen que no se debe intentar parar con los brazos o las piernas.
Me da que, así, en general, muy listos no nos deben de ver.
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