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El otro día me decía María Neira, la gran asturiana universal, que quién iba a pensar que íbamos a pasar el periodo entre pandemias viviendo una guerra en Europa. Pero así ha sido. Esa es la realidad. La terrible realidad. Las trincheras vuelven a ser ... otra vez la última habitación, ésa donde el techo te llega a la altura del pecho, y nadie puede venir a despedirse de ti: una alargada y serpenteante fosa común. Y en Europa, de nuevo, muertes sin necesidad. Crímenes de guerra y guerra de crímenes. El patético canto de cisne geopolítico de un dictador malvado.
La pandemia va por los 400 millones de casos oficiales (los reales son muchos más). Y se ve que no ha sido suficiente, que la humanidad no se había saturado de miseria, que aún le quedaban fuerzas a hematófagos como Putin (y a todos los que están bombardeando gentes inocentes en otros lugares del mundo, que no merecen ni un minuto en el telediario). Y hay quien habla de contemplar las razones, de escuchar lo que dice el otro. No quiero ser cínico, pero que no me hablen de buscar motivos. Igual los hay, pero no seré yo quien quiera oírlos. La sangre de los inocentes me ciega. Ni soy comunista ni pacifista. No todas las guerras son iguales. Sí que hay guerras buenas o justas y guerras malas y criminales. La guerra contra Hitler, contra Franco, las guerras hechas contra la injusticia, contra el opresor, para liberarse de la esclavitud, fueron y son guerras buenas. Unas se ganaron y otras se perdieron. Y el mundo estaría mucho peor sin ellas. Incluso sin las que se perdieron.
La guerra de Ucrania es una guerra mala. Y la ganará el malo, el que no tiene razón, el que se inventó una amenaza para justificarla, el que comenzó ese ataque profiláctico para prevenir el ataque (falso) a Rusia. Una guerra preventiva.
Y eso me lleva a los hábitos de los más superficiales durante esta pandemia y esta guerra. Una amiga de la familia con apenas veinte años ya tiene hora para el botox. Sigue los hábitos estéticos de su madre, pero subiendo un nivel. Mujeres y hombres, a los que se les cae el dinero de los bolsillos, se inyectan botox para contrarrestar las arrugas de la edad. Imposible convencerles de que la arruga es bella, como decía el gran sastre gallego. Y, ahora, personas superficiales y jóvenes, muy jóvenes, se inyectan botox para evitar las futuras arrugas, que quizá nunca tendrían. Es el botox preventivo.
Nuestra sociedad, cantaba Víctor Manuel, es un buen proyecto para el mal. Y mientras en un barrio siembran las calles con muertos los misiles, en otro la gente no duerme por miedo a que al despertarse se encuentre en el espejo (¿Quién es más guapo que yo?) la sombra de una patita de gayo.
Botox preventivo y guerras preventivas me temo que son debidas a lo mismo: falta de autoestima. Putin no ha podido aguantar que le considerasen irrelevante, demasiado insignificante para declararle una guerra: ¿quién en su sano juicio podría querer invadir un país demasiado grande y demasiado pobre? Lo del dictador ruso, cuya popularidad está por los suelos, no tiene remedio, aunque él haya pensado, como piensa el tirano de Corea del Norte, que solo una exhibición armamentística podría arreglar su situación.
Bajo las bombas de Kiev resisten las ambiciones justas de libertad y democracia. Lejos de las bombas, el mundo usa botox preventivo para evitar que esta guerra le saque arrugas a su rostro cada vez más indiferente. No dejaron arrugas las guerras yugoslavas y no marcarán nuestras caras las cicatrices de las mujeres y hombres ucranianos. La guerra es terrible: ¡menos mal que tenemos el botox preventivo! Ese absurdo uso del botox por una sociedad de petimetres demuestra que, en el fondo, la tragedia de Ucrania nos importa un pepino, que la guerra ha dejado de ser un problema ético y se ha convertido en uno estético.
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