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Hasta el rabo todo es toro, que se dice en la jerga taurina. Las elecciones generales del 23-J han servido como nítido ejemplo de que absolutamente nada puede darse por supuesto, y mucho menos en política. Todas las encuestas, casi sin excepción, han fallado. ... Los resultados han puesto de manifiesto que, desgraciadamente, sigue existiendo un antagonismo irreconciliable entre las dos Españas. Bloques y frentes, izquierda y derecha, con otras caras y diferentes siglas, nos han vuelto a dejar en el intrincado laberinto de la ingobernabilidad.
La incapacidad de obtener un respaldo suficiente para la formación de un gobierno estable merece una reflexión profunda desde las dos orillas. No es la primera vez que se produce en los tiempos más recientes. Una representación tan variopinta de las heterogéneas sensibilidades ideológicas de nuestra ciudadanía es síntoma de buena salud democrática, siempre y cuando haya una intención sincera de alcanzar acuerdos para el bienestar de los españoles. Algo que, como hemos visto, queda siempre relegado a un segundo plano desde la Transición, años en los que «la concordia fue posible», como reza el epitafio de Adolfo Suárez.
La fotografía se asemeja bastante a las votaciones de 1996. El contexto de polarización, la tensa campaña -vídeo del dóberman incluido- y los apretados números recuerdan enormemente a lo que ha sucedido en esta ocasión. Felipe González llegaba con un fuerte desgaste tras catorce años en La Moncloa. La mayoría de los sondeos de opinión pronosticaban una victoria contundente, tras una larga travesía por el desierto, para el Partido Popular y José María Aznar. El triunfo fue ajustadísimo, con una diferencia de unas trescientas mil papeletas y una quincena de escaños entre los dos grandes partidos. Tras lustros de gestas socialistas, el gobierno quedaba en el aire.
La tentación del PSOE de mantenerse en el poder con Izquierda Unida y el resto de minoritarios era una cantinela que se le susurraba constantemente a Felipe González en Ferraz. El sevillano, cansado hasta de sí mismo como reconoció tras dejar la primera línea, decidió no morder la manzana y que pasaba a ser un jarrón chino. Sentó, muy probablemente sin quererlo, un precedente, una regla no escrita que se ha aplicado sin excepción en todas las contiendas nacionales habidas hasta la fecha.
Hoy, casi treinta años después, estamos en el mismo punto de partida. La disimilitud fundamental estriba en que Pedro Sánchez no es Felipe González, aunque ambos perdieron las elecciones siendo jefes del Ejecutivo. Poco queda de los mimbres de aquel Partido Socialista. Además, los aliados de entonces escasamente tienen que ver con los actuales Bildu o Junts, pública y reconocidamente abiertos a dinamitar nuestro sistema constitucional. Es posible que los próximos ministros sean elegidos en Waterloo, donde Napoleón fue derrotado.
La solución, conociendo el nivel de nuestros políticos y el estado de las cosas, no se antoja fácil. Si se descarta una salida a la alemana o una abstención patriótica como en 2016, estaríamos abocados a escenarios nada halagüeños, tales como un bloqueo institucional o un nuevo y cansino paso por las urnas. Incluso puede darse la paradoja de que nos encontremos ante la gloria de los perdedores y que, por primera vez en nuestra democracia, gobierne quien no ha ganado o que no salga reelegido quien estaba en el Gobierno. Derrota dulce, victoria amarga. Dicen que la historia se repite. O no.
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