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Sólo hay que retrotraerse unos doscientos años antes del nacimiento de Cristo para encontrar en la Grecia de aquel entonces la explicación a todo lo ... que hoy acontece. Dos milenios después la sociedad occidental viene padeciendo, tras la caída de los totalitarismos de la primera mitad de siglo, lo que Platón, Polibio y otros tantos nos anticiparon que sucedería desde la Acrópolis ateniense. No hace falta recurrir a sesudos politólogos contemporáneos, ni acudir a rebuscadas teorías de reputados sociólogos, para acertar con el diagnóstico. Basta con ponerle un poco de afición a la lectura de los enriquecedores estudios de nuestros antepasados.
En La República, una de las obras platónicas de referencia, se hace una equiparación entre la corrupción moral, la injusticia y las formas de gobierno aristotélicas. Así, se distinguía en el Libro VIII y IX entre timocracia, oligarquía, tiranía y democracia, aceptando este último como un mal menor o, mejor dicho, como el menos malo. «Cuando ésta (la democracia), a su vez, se mancha de ilegalidad y violencias, con el pasar del tiempo se constituye la oclocracia». Sobre esta máxima, Polibio desarrolló tiempo más tarde su conocida teoría de la anaciclosis, asumida posteriormente por Maquiavelo, en la que oclocracia se convierte en el último estadio de la degeneración del poder: es el gobierno no del pueblo, sino de una muchedumbre apesebrada, cuya voluntad se encuentra viciada por los intereses particulares de quienes persiguen únicamente el poder mediante el uso de propagandas, engañifas y corruptelas.
Los oclócratas hacen creer a una mayoría que sus acciones representan la verdadera voluntad de todos. Es la legitimación de la ignorancia en grado sumo a través de la exacerbación de los fanatismos, el cultivo de los miedos y el fomento de la miseria humana. Es la demagogia en su pura esencia. Es la lucha entre el oclos y el demos o, peor aún, es la asimilación de ambos conceptos. Consiste, en definitiva, en la tiranía de una turba manipulada, desinformada y pervertida. Como decía el propio Rousseau, la democracia muda en oclocracia cuando la voluntad general se confunde, mediante artimañas, con voluntades privativas. A buen entendedor pocas palabras bastan.
Todo esto es extrapolable al mundo occidental que nos ha tocado vivir. No hay más que echar un vistazo a los gobernantes en ejercicio, al extendido desprecio por el individuo y al devenir político, social y cultural del continente europeo, casi del planeta en general. No es cuestión de izquierdas o de derechas. Ese debate se halla más que superado. O debería estarlo. Es algo más profundo y, consecuentemente, preocupante. Es un problema de sistema, de concepto. El veneno, por desgracia, está ya tan inoculado que a más de uno le cuesta llegar a percibirlo. Maldita desdicha la nuestra.
Nada de esta columna es verdaderamente original, pues del peligro de esta deriva oclócrata ya advirtieron mucho antes grandes figuras de la Historia como Ortega y Gasset o Tocqueville. Habrá quienes al leer estas humildes líneas, acusen a su autor de fascismo o alguna otra lindeza por el estilo. Es un peaje asumible. Es hasta comprensible. Siempre sucede cuando lo que se trata de contar es la pura verdad.
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