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Un Estado sin justicia sería una banda de ladrones». Aunque esta dura frase pudiera adjudicarse, por mor de su vigencia, a cualquier pensador contemporáneo, su autoría corresponde a San Agustín de Hipona, Padre y Doctor de la Iglesia. Este santo, católico converso y obispo en ... el norte de África, ya advirtió durante su prolífica existencia, en torno a los siglos IV y V, de los vicios que la res publica traía consigo de forma irremediable. Entre su abundante y rica obra, repleta de joyas de tremendo valor histórico, literario y teológico, destacan 'Confesiones' y 'La ciudad de Dios'. Bien haríamos en colocar en nuestra mesita de noche un ejemplar de cada uno y dejar el facilón libro de autoayuda o de trillada novela negra para momentos de mayor insomnio.
La preclara doctrina agustina encuentra en nuestro descompuesto Estado moderno un irrefutable ejemplo para apuntalar todas y cada una de sus teorías. La maquinaria estatal en su concepción occidental se ha convertido con el paso del tiempo en una mastodóntica estructura al servicio de una oligarquía. Se genera la desagradable, y en absoluto equivocada, percepción, de que hay un grupúsculo de privilegiados, en su mayoría políticos y burócratas, asistidos de prebendas, privilegios y un estatus superior al resto de ciudadanos. En la otra orilla, mayoritaria, quienes no formamos parte del establishment nos dedicamos a trabajar, a pagar impuestos y a intentar ser felices entre tanta podredumbre. Todo esto resultaría anecdótico, incluso inocuo o irrelevante, si no fuera por el sufrimiento que la incapacidad del monstruo de lo público produce.
Es imposible no traer a la memoria dos claros episodios de nuestra Historia reciente en los que el Estado consumó su más estrepitoso fracaso. En clave global podemos recordar la gestión de la pandemia del covid, mientras que las dramáticas consecuencias de la Dana en Valencia son el máximo exponente del naufragio en el plano nacional.
En ambos casos quedó en grosera evidencia que todos los esfuerzos tributarios de los ciudadanos no se corresponden con un nivel aceptable de protección y cuidado por parte de la administración pública, con independencia de su carácter regional, nacional o interplanetario. Se constató que lo que nos queda y aún resiste es el individuo, la familia, la iniciativa particular y la lucha por lo propio a espaldas de una burocracia inservible, inútil y desfasada.
En paralelo, la invasión en la esfera privada de las personas es cada vez mayor. No hay espacio en el que no se haya regulado, legislado o prohibido. Nos dicen qué debemos comer, cómo tenemos que conducir y hasta qué hay que reciclar. Casi que, así las cosas, podemos darnos por contentos porque, de momento, no nos imponen a quién votar ni qué pensar. La coyuntura, no obstante, tampoco invita al optimismo a este respecto. Estamos a un paso de ello, sin darnos siquiera cuenta.
Hay quienes que, obnubilados por la subvención, la prestación o la pensión de turno, creen, ingenuos, que el engranaje oficial se preocupa con sinceridad por sus intereses y busca su bienestar. Si nos dan a elegir entre la libertad y unos euros a final de mes, algunos tenemos bastante claro qué elegiríamos.
Dadas las circunstancias, simplemente queda abogar por reducir al Estado a su mínima expresión. Si, en efecto, sólo se puede constatar su inoperancia, su afán recaudatorio y su penetración agresiva en la vida de los administrados, qué sentido tiene seguir alimentando a una bestia tan insaciable y tan poco agradecida. Aquellos que viven de él y se aprovechan de la posición que les proporciona son los únicos interesados en su pervivencia. Caiga quien caiga. Cueste lo que cueste, crematística y moralmente hablando. «Bienvenidos al Estado», se les suele decir a los altos funcionarios cuando obtienen su plaza. Funesto destino. El Estado ha muerto, que podría afirmar Nietzsche.
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