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Nada es tan malo que no pueda empeorar. O eso defendían Murphy y alguna de sus teorías. Si el ingeniero estadounidense no hubiese fallecido en los inicios de la década de los noventa, se hubiera divertido, y mucho, viendo cómo sus leyes son verdaderamente infalibles ... en España.
La ausencia del socialista Javier Lambán, expresidente de Aragón y senador en la actualidad por esta comunidad autónoma, en la votación plenaria en el Senado sobre la ley de amnistía, abre un interesante debate acerca de la libertad de discrepancia en los partidos. Su inasistencia se debió, según él mismo reconoció epistolarmente, a un problema de conciencia y lealtad consigo mismo. Desde entonces la maquinaria se ha puesto a funcionar para sancionar política, mediática y reglamentariamente su conducta.
Todos sabemos, incluidos los socialistas más acérrimos o los sanchistas más militantes, que la ley de amnistía es la constatación de la quiebra del estado de derecho frente a la ilegalidad. Es premiar a quien se ha saltado la ley y eso sólo ocurría, por lo menos hasta el momento, en las películas de John Wayne. No es que se les perdone la pena, como sucedía con el indulto. Es que también desaparece el delito. Bocado difícil de digerir para cualquier demócrata que alcance a comprender que esto de la democracia trasciende el hecho de meter un papel en una urna cada cierto tiempo.
Cosa diferente es que, aviesamente, esta operación se disfrace con ese infantiloide discurso sobre la convivencia, la paz y la reconciliación. Hay que reconocer al entramado gubernamental su especial capacidad para colocar el mensaje, para vender bien el producto por muy defectuoso que se encuentre. Es algo digno de estudio en las facultades de Sociología y Ciencias Políticas, quizás también en 'marketing', aunque probablemente tengan mejores ocupaciones en las que perder su tiempo. Una buena partida de mus en la cafetería universitaria es infinitamente más agradable.
Javier Lambán es un nuevo ejemplo de que en nuestro sistema partitocrático, viciado por la ineptitud y las corruptelas, no cabe la disidencia. No hay margen para la opinión libre, para desmarcarse del 'establishment', para pensar diferente. Tener criterio propio es causa bastante para ser condenado al ostracismo y ser víctima de humillación, pública y monetaria. Los partidos políticos se han convertido en bloques ideológicos monolíticos, en los que no es fácil escapar de la línea oficialista. Para muestra, un botón.
Se da la triste paradoja de que aquéllos que acusan al adversario de totalitarismo son los primeros en poner en liza prácticas con tics verdaderamente dictatoriales. Se sienta un peligroso precedente que no es positivo para nadie, ni siquiera para ellos mismos, salvo que todos hayamos perdido el oremus y esto funcione ya al estilo del Palmar de Troya. Cualquiera puede decir que cosas así se han hecho constantemente, con independencia de las siglas. No olvidemos tampoco que la habitualidad no siempre se identifica con normalidad.
Decía el magno de las letras españolas José Luis Sampedro, que «sin libertad de pensamiento la libertad de expresión no tiene ningún valor». Estamos a muy poco de regular el crimen del pensamiento. Y Orwell, de volver a tener razón.
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