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En 1998 se estrenó 'Le Dîner de cons', escrita y dirigida por Francis Veber. El filme, basado en su obra de teatro homónima, fue recibida con elogios por la crítica y el público. La trama de la película gira en torno a un editor parisino ... que se reúne semanalmente con sus amigos para cenar e invitar a la persona más estúpida que hayan conocido para entonces.
La magia del cine no deja de sorprendernos, por lo menos a quien les escribe. Ese concurso de estultos va más allá de una mera licencia cinematográfica o teatral. Está presente en nuestra sociedad con verdadera raigambre, aunque a veces pueda ser imperceptible para los perfiles más inexpertos o candorosos. Basta con tener un poco de olfato o estar mínimamente alerta para identificarlos.
Con más frecuencia de la que se puede llegar a desear, cotidiana y cansinamente nos topamos con auténticos necios. Disfrazados de intelectuales y cegados por su inabarcable ego, se nos cruzan en el camino sujetos apegados a un tema, el suyo, como si el mundo acabase mañana mismo. Pese a sus groseras limitaciones, saben más que tú, opinan de casi todo y siempre van a hacerse los viajados, los enterados, los informados. Imposible, eso sí, mantener una conversación mínimamente inteligente sobre la vigencia de las teorías de Alexis de Tocqueville o la novela silenciosa de Mario Vargas Llosa.
Son esos listillos de libro y cultos por oposición, cuyo clímax pasa por demostrar su supuesta superioridad formativa al resto de congéneres. Es, sin embargo, bastante ridículo –amén de agotador– verlos en acción. Sus oquedades son de tal magnitud que producen más lástima que otra cosa. Su desprecio a lo que ignoran se canaliza a través de sus conversaciones monotemáticas, emancipadas de la realidad. Estos vanidosos del saber suelen, además, poseer un escaso dominio de la vida más corriente. Cumplimentar la declaración de la renta constituye para algunos la gestión de su existencia.
La erudición de un individuo no debe agotarse en los frescos del 'settecento' italiano ni en las pelucas de María Antonieta. El éxito o la felicidad no se mide en esos parámetros, salvo tara emocional, personal o familiar que lo explique. Se advierte cierta tendencia, equivocadamente asentada en una humanidad cada vez más borreguil, a pensar que se es más elevado por escuchar composiciones de música clásica o visitar la última exposición local de arte contemporáneo.
No será un servidor quien desdeñe los gustos nadie, máxime cuando se es amante de la cultura en sus incontables formas y maneras. Cabe señalar, no obstante, sus múltiples matices, sin jerarquías absurdas ni escalas de importancia o distingos. Diferentes y enriquecedores prismas en régimen de igualdad. Desde el flamenco hasta el curling, desde el kofufū hasta la gastronomía uzbeka. Todo ello redunda, sin excepción, en el crecimiento del hombre.
La tentación transita por juntar a unos cuantos de estos pedantes en una misma sala, a pesar de que el diálogo pudiera resultar besuguesco. Esa sí que sería una indiscutible cena de idiotas y no la protagonizada por Jacques Villeret. Si es que ya lo decía Albert Einstein, que de esto de la sapiencia algo se había enterado, «dos cosas hay infinitas: la estupidez humana y el universo». Y al igual que él, de lo segundo, yo tampoco estoy seguro.
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