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No hay descanso. No existe día en el que cualquier español bien informado se acueste sin ser consciente de un nuevo acontecimiento político, siempre más penoso que el anterior, en nuestra maltrecha democracia. El nombramiento de Carmen Calvo como presidenta del Consejo de Estado es ... más de lo mismo: todo al servicio de la causa, todo a disposición del partido.
Es inconcebible comprobar cómo una institución tan histórica –su origen se remonta según algunos historiadores a los consejos supremos de la monarquía hispánica– se ha convertido en un eslabón más de la maquinaria oficialista. A nadie le importa ya sus funciones o utilidad. Quizá hasta sus propios integrantes lleguen a ignorarlas. El futuro de la institución dependerá del grado de lealtad a los intereses del gobernante de turno, altamente preocupado por tener atados cuantos resortes de poder estén a su alcance.
El máximo órgano consultivo del Estado sirve ahora para dar cobijo a unos cuantos mediocres con carné o a dar recompensa por los servicios prestados. Contadas son las esferas de la administración pública en las que no haya un personaje afín al régimen. La meritocracia, si es que en algún momento tuvo predicamento, ha pasado a ser una verdadera utopía para ilusos como yo.
Su pecado no está en ser socialistas, faltaría más, sino en que su independencia no queda, en absoluto, garantizada. No es positivo para un sistema de libertades que el partido en el gobierno, sea el que fuere, pueda disponer a su antojo de peones en la judicatura, la fiscalía o la televisión pública, por poner tres ejemplos de clamor. A lo mejor responde a tradiciones equivocadamente arraigadas y buena parte de lo que se hace no sea ilegal, pero sí inmoral. Aunque ya se sabe que de ética algunos tienen graves e irreversibles oquedades.
Que la presidencia del Consejo de Estado sea ostentada por quien fue ministra y vicepresidenta de dos gobiernos del PSOE es poco elegante, se mire por donde se mire. Es estupendo recompensar la lealtad y cuidar las amistades, salvo cuando se paga con el dinero que Hacienda nos descuenta a final de mes. Lo de ser juez y parte no es razonable, a no ser que nuestro modelo se inspire en el de una república bananera. Expresión, por cierto, utilizada con gran agudeza hace más de un siglo por el escritor estadounidense O. Henry en su libro 'Cabbages and Kings'.
Seguro que hay una excelente explicación para esto, igual que la hubo para la gestión del covid, la crisis territorial en Cataluña o los pactos postelectorales. Habrá muchos que, a pesar de la acechante náusea, sigan tragando. Son admirables, todavía les cabe algo más. «Los políticos tienen el arte de disfrazar de interés general el interés particular», decía el francés Thiaudière. En España los tenemos de primera.
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