El cocinero siciliano Pino Cuttaia tiene muchas más cosas en común conmigo -y por ende con otros vascos de mi generación- de lo que yo pensaba antes de visitar La Madia, su restaurante de Licata, en el sur de la isla. Para los sicilianos, la ... madre y la comida son tan importantes como para nosotros y de la interacción de una con la otra se crean nuestros singulares universos emocionales.
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Para los cantábricos, el bonito del norte, o atún blanco, hegaluzea en euskera, Thunnus alalunga en términos científicos, no es un pescado más. Es un migrante totémico que marca el cambio de las estaciones, anuncia la llegada del verano y del sol que se alternará con el mal tiempo y las fiestas populares. No dejaremos de comerlo hasta que apunte el otoño. Excelsas ventrescas con el punto justo de calor de encina sobre la grasa, cazuelas rebosantes de umami gracias al tomate casero que saboriza sus lascas, rollos en Asturias, rodajas, lomos, marinados, y hasta tatakis por doquier. Mil preparaciones distintas esperan y anuncian sus días gloriosos.
Cuando yo era pequeño el bonito tenía una categoría muy por encima de su primo el cimarrón o atún rojo. Eran tiempos en los que aún nos parecían extraños aquellos japoneses que se comían el pescado crudo. Cuando tocaban las carnes plenas de hemoglobina del primo grande de los túnidos arrugábamos el morro y orquestábamos protestas: Bonito, bonito, queremos bonito.
Curiosamente, Pino Cuttaia me hacía la misma reflexión al finalizar la comida en su casa. En Sicilia, los pescadores se llevaban a sus casas algunos bonitos, que allí denominan alalunga, y vendían los atunes rojos. No por una cuestión de vender lo bueno y comer lo malo, sino por llevar algo «fino» a sus mesas en vez de esos pedazos de carnes rojas que las 'mammas' no querían porque lo inundaban todo de «olores fuertes, grasa y sangre».
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Sirve Pino un plato que bien parece un 'carpaccio di manzo' o ternera, con su aceite de oliva, su limón exprimido y pequeños puntos de sal. Juega el siciliano con el comensal muchas veces, una de ellas en este recuerdo visual que trae la vaca a la mente cuando en realidad son finísimos cortes de lomo de bonito con una textura deliciosa. En la Sicilia de la posguerra, cuando los niños parecían enfermos o demasiado flacos se hacia el esfuerzo de comprarles carne de ternera que se aliñaba tan solo con aceite de oliva y zumo de limón. Su actual plato de alalunga es un tributo al amor de la madre y a los recuerdos infantiles, simbolizado a través de la semilla del limón, «la perfecta imperfección» de un gesto familiar. «Nuestra madre nunca nos la habría quitado».
La casa de Cuttaia es uno de esos espacios construidos con dedicación y entrega de muchos años en contra de todos los elementos. Nadie imaginaría que en Corso Filippo Re Capriata de Licata, una vía de edificios humildes, con negocios cerrados hace tiempo y otros que apuntan el mismo destino, se esconde este oasis del buen gusto y de la buena mesa reconocido con dos estrellas Michelin. El modo pausado en el que habla Cuttaia anuncia ya la sensibilidad de un cocinero atípico que parte de la tradición siciliana pero navega abrazado a la creatividad en las presentaciones, las técnicas y los formatos para expresar un universo rico y accesible a todos los paladares. Sobresaliente es el cuadro de anchoas frescas, tan solo marinadas en agua de mar, tributo a los pescadores locales, que se sirven sobre un trozo de papel de estraza en una composición de una estética sorprendente. Lo que pareciera un aspic entre destellos plateados es el propio pescado casi traslúcido una vez marinado, acompañado por corazones de tomate y cebolla encurtida agridulce, todo ello enmarcado con un hilo de crema de bottarga.
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La memoria y los paisajes están presentes a lo largo del menú que va desarrollando en nueve pases de buen tamaño. Uno de los sorprendentes por la veracidad multisensorial es la representación en un plato del entorno del más famoso acantilado de la zona, la Escalera de los turcos, en Agrigento, un espacio casi mágico por el blanco radiante de la piedra marga. El plato es un paisaje nasal, con la sensación del agua de mar inundando la nariz, sorprendentes raviolis hechos con calamar en vez de con pasta y rellenos de crema de erizo... y una cuchara que se sirve muy caliente para que la primera sensación en la boca sea la de pisar la arena de la playa. Un plato blanco, apenas instagrameable que dirían ahora, pero que logra representar de un modo sorprendente las sensaciones que se generan en un espacio natural.
Paisajes, memorias, trampantojos y una obsesión por ennoblecer productos humildes, hasta el punto de dedicar un plato a las berenjenas, servidas en carpaccio, ahumadas con vinagre y semillas de albahaca o a la cebolla blanca en una preparación que visualmente recuerda a las espardeñas.
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La Madia es un refugio que sobrevive alejado de las modas, demostrando que se puede seguir abriendo nuevos caminos con los productos de siempre sin perder el camino de la memoria y la tradición.
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