GASPAR MEANA

Las bombas

Al sitio de la bomba vieja querría volver el viejo que soy. Para verla caer de nuevo –sin que matara a nadie– desde el corredor pintado de azul, con macetas de geranio y golondrinas de ir y venir, de su vieja casa cabranesa

Esta es la pequeña historia de 'mis bombas', todas inesperadas. La primera fue la que vi caer -–desde el corredor de mi casa cabranesa– sobre los matorrales del monte, los prados cuajados de verdor y el castañedo desde el que alzaban el vuelo, cuando la ... situación era apurada, las aves inocentes que acarreaban en el pico trabajador el musgo, los yerbajos y el lodo que acabarían convirtiéndose en el regazo donde la hembra paridora habría de incubar la nidada, con ayuda del macho.

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Vuelvo a las 'bombas' del día que hoy vivo. Y me parece injusto afirmar que los ciudadanos no bautizados en la villa de Jovellanos, pero envejecidos en ella, como yo mismo, somos capaces de dar la espalda a la ciudad marinera que cada gijonés de nación o pación tiene a la puerta de su casa. La villa que vio nacer al 'señor de Cimadevilla'. La villa/ciudad que sigue siendo 'la bomba' de guapa y divertida, tanto para los niños playeros que hacen sus pinitos de nadadores, como para los jóvenes emparejados, Muro adelante. Y para los viejos que la pasean, entre los que me cuento. Todo ello a causa del rubio arenal de San Lorenzo, el que admiraban los marineros uniformados de azul que subían al tranvía amarillo de El Musel –a la cabeza la gorra blanca o azul, según los días del año– y alijaban el cuerpo, tras un atisbo por los Jardines de la Reina y asistir, 'como testigos', a la Rula de las subastas del pescado fresco y recalar, escaleras arriba, en la dicharachera y pintoresca Cimadevilla. La de los pensativos hombres de la mar, soñadores de bonanzas y hembras ausentes; la de los chigres de escanciado y serrín en el suelo donde ellos aparentaban sentirse 'la 'bomba' de divertidos, quizá no tanto como las hembras pobres y ojerosas con las que establecían un convenio pasajero, una vez llegados al barrio alto desde el Muelle de Oriente, el de las barcas varadas, el de los marineros del rancho a la vista del paseador curioseante; el Muelle de las algas, del olor a sardina fresca, de la pelota de goma que se escabullía, como buscando su propio juego, de entre las manos de un niño desprevenido, hasta que el juguete acababa navegando a sus anchas, orgulloso, solitario y feliz, creyéndose un intrépido velero.

Vuelvo a las 'bombas de mi vida', las verdaderas: la que vi descender sobre el robledal cabranés de Primitiva García. Segunda: la que explotó sobre la pradería de las vacas de panza repleta y boca sedienta, que se empeñaban en apagar sus sedes en el río de la trucha y los helechos orilleros que no saben dar flores. Tercera: la que salió corriendo desde los breñales del Pico Turquino, en la cubana Sierra Maestra, y cuyo objetivo era el de abatir los siniestros predios del sargento Batista. Pero quiero decir algo más de la bomba primera, la que vio caer el remoto, asombrado y temeroso niño aldeano que vive en la memoria del viejo que soy. No se sorprende el rapaz de entonces de que perdure en sus recuerdos la bomba primera, la que vio bajar, veloz y resplandeciente, el niño que fui, el hombre que aún guarda en su añosa memoria un rinconcito al que nadie llega, al que nadie puede llegar. Menos el niño de aquel día –ya muy lejano– que vio bajar, desde un avión que sobrevolaba las praderías de Arriondu y los castañedos de El Cantil, la bomba que jamás descenderá de nuevo. Al menos a la vista del niño que hubo en mí, el que no volverá a mirar, cada día con menos probabilidades, el lugar de su primera bomba.

A pesar de todo, al sitio de la bomba vieja querría volver el viejo que soy. Para verla caer de nuevo –sin que matara a nadie– desde el corredor pintado de azul, con macetas de geranio y golondrinas de ir y venir, de su vieja casa cabranesa.

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