Dicen en el Tíbet que el espíritu es como un camello: cuando lo quieren refrenar, tira en diez direcciones, pero cuando lo dejan en paz, ni siquiera se mueve. La lógica del espíritu es paradójica, porque la lógica de la existencia es paradójica. Más o ... menos es lo que se puede sacar en conclusión de los escritos de un filósofo húngaro, Béla Hamvas, que no son solo reflexión, sino también poética, caída libre, admiración, sorpresa, cierta melancolía. Buda, Schumann, los presocráticos, Montaigne, textos que disparan contra la escritura mientras nuestro húngaro no cesa de escribir, el florecimiento de los árboles, Tolstoi, la explicación de los arlequines, el vacío en la música de Listz. Todo cae en su red, todo se cuenta o se explica o se disfruta o uno se arrepiente de todo lo anterior. Dice Tolstoi: «La vida solo comienza cuando no se sabe lo que ocurrirá». Dice Montaigne: «No afirmo, no comprendo, no juzgo, solo sopeso». Dice Béla Hamvas: «La belleza es una teocracia».

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Hamvas habla de los presocráticos como del mejor sepultado de todos los templos griegos, y nos recuerda a Heráclito y su Hen Panta Einai, «Todo es uno». Nos trae a las mientes la extraña escena de 'Los Demonios' de Dostoievski, en que Stavrogin conversa tranquilamente con el general, pero de repente se levanta sin motivo ni preámbulo alguno, se acerca al militar y le muerde la oreja (remedo del choque Mike Tyson-Evander Holyfield). Para ilustrar la frase de Tolstoi antedicha, habla de Romeo y Julieta y de las turbulencias que crearon, el orden desaparece, somos arrebatados por el entusiasmo y la ebriedad, deja de existir la certeza, la disciplina, llega el trance, la pasión, la magia. Y en cantidad. Se nos cuenta la historia de Diógenes, que cuando comienza la guerra del Peloponeso y todo el mundo comienza a correr y a prepararse y a pertrecharse y a gritar y a despedirse, Diógenes coge un barril y lo hace rodar diez pasos aquí diez pasos allá, con mucha prisa y afán. Cuando le preguntan qué está haciendo, él responde: «Veo que todo el mundo se prepara con mucha diligencia y yo no quiero ser menos».

Hamvas nos relata la búsqueda musical de Bartók, y nos explica la diferencia entre lo primitivo y lo primordial. De ahí pasa al ansia de poder de Macbeth, el placer de mandar, el asesinato que cubre otro asesinato, «el dolor no habla, susurra sobre el corazón tenso y le pide que se rompa». Y cae Duncan, y ha de caer Banquo, y también toda la familia Mcduff. Sus textos cortos continúan, se ha hecho una selección en 'La obra de una vida', publicada por Ediciones del Subsuelo. En el mejor de los casos, dice el húngaro, la escritura es una forma de romanticismo sin fundamento. Y luego escribe que la escritura no fija, sino que es algo desintegrador y disolvente, y después defiende que es una claudicación, y que, siguiendo a Platón, es una vergüenza, pero también se agarra a Huxley, y como no es un hombre feliz, precisa de la escritura. Y escribe, vaya si escribe, no se detiene; en realidad, no puede detenerse. Orson Welles decía que en una película había que dar a cada personaje sus mejores argumentos. Béla Hamvas también los busca para cada uno de los temas, ya sea para demolerlos o para cimentar la peana. Debemos asumir la carga de nuestra obra, sus consecuencias. Todas las sonrisas que hagamos brotar, todas las lágrimas que se derramen por nuestra causa. Nuestro karma.

Mientras, todo está en cambio, ya lo tenía claro Heráclito. Y surgen los milagros, que Hamvas define como lo sobrenatural que irrumpe en la naturaleza, cuando lo trascendental penetra en la necesidad. Maravillosa, perfecta definición. Es algo que no se puede entender, solo experimentar. Pero no se trata solo de una aparición mariana, se trata de un poema, de un fragmento musical, de una rama de olivo, de una copa de vino compartida con un amigo. Se nos habla de la conciencia de Chateaubriand, que también escribía sobre el acto de escribir y afirmaba que no escribimos para recordar lo que se pierde, sino para dictar lo que debe ser recordado. Y que esa conciencia también debe abarcar los ciclos de la naturaleza, al margen del arte, que no se rigen por el calendario gregoriano (no vale nada, según dice), sino por la llegada de la canícula o la marcha de las golondrinas o el silencio de los grillos. Los años avanzarán, sí, y terminaremos por morir, pero tranquilos, porque todo está en los griegos, ya que Eurípides nos consuela: «¿Quién sabe si lo que llamamos muerte no es sino vida y la vida, en cambio, muerte?».

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Hamvas nos cuenta también de la paradójica comunidad: nadie quiere estar solo, y lisonjea, y miente, y regatea, y se embosca en numerosos trucos para poder convivir. Y se inventa la ley, que hay que respetar no porque sea justa («las leyes son a menudo obra de zopencos», dice Montaigne), sino porque es ley, ya que sin ella solo tendremos una opción: la animalidad. Hamvas nos asegura que la realidad no se ve a través de los ojos, sino a través de la imaginación (Mátrix, de nuevo). Hamvas le mete tralla a Listz, y tiene gracia porque lo tiene enfilado: charlatán, farsante, mistificador. Listz quiere vivir como un romántico, pero es rico y tiene fama y disfruta de las mujeres, y así no se puede crear música romántica, porque para ello se necesita la enfermedad y la pobreza y la desesperación. Hamvas parece entonces un alucinado profeta en Patmos, clamando por el fin del mundo.

La belleza es una teocracia. Qué simple. Qué precisa esta frase. Cuánta verdad. Lo ves a pie de calle, especialmente ahora que llega el verano. Es una dictadura. Es la injusticia en su forma más pura. Wilde dice que la belleza tiene derecho al asesinato. Alfonso Reyes, en el Ateneo de Madrid, puso a caldo a Manuel Carpio, y Justo Sierra le comentó luego: «Me dicen que acaba usted de sacrificar a Carpio». Reyes le respondió: «En aras de la belleza, maestro», a lo que Justo Sierra replicó: «Bien hecho, bien hecho». La belleza es una teocracia. Lean a este húngaro, amigos. Cuando cometan sus crímenes, Hamvas les dejará una hora de ventaja antes de avisar a la justicia.

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