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El señor Barbón pasará a la historia como el político que dividió a los asturianos. Da igual que logre o no la oficialidad, la brecha ya es tan profunda como el canal de Corinto, y se va a hacer más grande. Tan es así que ... dan igual las encuestas, que señalan que el 66% de los asturianos rechazan la imposición de la oficialidad: el señor Barbón ya dejó claro que los consensos se la traen al pairo, los únicos que cuentan son los hablantes de bable y sus pactos con la izquierda. La desconexión con el planeta tierra es la misma que tienen en el Senado, que 'dizque' necesitan traductores para su estado plurinacional y plurilingüístico, y se van a gastar un milloncito de euros en cabinas y personal para que vascos, gallegos y catalanes se entiendan con extremeños, andaluces y murcianos. Entretanto, la gente del común está con el agua al cuello (y queridos autónomos, que os voy a contar...). Con este primer párrafo, los nacionalistas asturianos ya comienzan a hiperventilar. Pero, tranquilos, acabo de empezar. Ut ferventius animetur.
La experiencia nos confirma que un nacionalista nunca está contento con lo que le des, solo es un escalón más hacia la siguiente exigencia (first we take el Senado, then we take el Congreso). En realidad, muchos se parecen a la gata Flora que, si se la metes chilla y si se la sacas, llora. No hay que ser inocentes, el bable se utilizaría como el vasco o el catalán, es decir, herramientas para subrayar las diferencias, la alta alcurnia y la rancia prosapia de quien lo habla. Si se impone, quien no lo aprenda será un apestado. El objetivo será socavar el español, y pasará como en las Baleares y su inmersión forzosa en el catalán, o mandarán corchetes a las universidades a ver si se utiliza a tope el bable o el eonaviego. Si fuesen verdad esos cantos en plan Perales de amor universal y 'oficialidad amable', bastaría con la ley que ya protege el bable, pero no hay que engañarse: será un factor de ruptura, de conformación de la nacionalidad asturiana, de búsqueda de jurisdicciones especiales y comunidades telúricas.
Seguro que, a fuer de mis artículos, hay quien piensa que tengo enfilado el bable. Nada más lejos de la realidad. Seguro que tiene su encanto, como el rumano o el finlandés, que posee palabras hermosas, pero en general me resulta indiferente, no forma parte de mi acervo como asturiano, y por eso me molesta profundamente la admonición y el paternalismo con el que me lo quieren meter a calzador. Mi lengua asturiana es el español, con el que me entiendo más o menos bien con 600 millones de personas. Luego, aprendo los idiomas que yo considere. Y mira qué casualidad: el 66% de los astures tiene una opinión parecida. El truco es muy evidente, me refiero a lo de buscar variantes dialectales y convertirlas en lenguas por decreto, para imponérselas luego a la población de un territorio, lo hable o no. A partir de ahí, se administran las identidades verdaderas, los RH incontaminados, los corralitos esencialistas, las teologías tribales y purísimas, todo levantado contra lenguas invasoras, que primero fue el latín y ahora resulta que es el español. Qué cosa.
Este es el panorama. Alcaldes leoneses que resucitan dialectos ectoplásmicos, ikastolas enseñando un vasco que nunca habló nadie, la vanguardia del altoaragonés, y ahora el refrito oficial que hacen mezclando diferentes bables o, directamente, sacándose las palabras de una chistera académica. A continuación, aquello que decía el alcalde del Retablo de Maravillas cervantino: «Cuatro dedos de enjundia de cristiano viejo rancioso tengo en los cuatro costados de mi linaje». Y lo que sigue en el plan (porque hay un plan muy definido) son las perlitas intelectuales de Antonio Gramsci, que rechazaba la fuerza porque creía que para hacerse de verdad con el control de un país había que conquistar antes que nada la superestructura del poder, es decir, medios de comunicación, círculos literarios, cine, teatro, educación, editoriales... En ello están en Asturias, no lo duden: el camino lo marca el secesionismo catalán, que ya ha hecho lo propio en aras de moldear la opinión pública, machacada desde la niñez con una propaganda contumaz.
La novelista Dacia Maraini decía de Pasolini que era un hombre que amaba la catástrofe. No tengo ni idea de si el señor Barbón la ama o no, pero va directo hacia ella, ya sea por convicción ya sea por estar atrapado en pactos de los que no se puede retractar. En esa misma terna está el señor Pumares, y sólo de él depende salir o no retratado en la misma foto sepia que estudiarán los historiadores. El asunto es que los ciudadanos deberían también intentar detener esta injusticia. No solo por la imposición, sino por el gasto presupuestario, la concentración de influencia en grupos minoritarios, las 'discriminaciones positivas', etc. Si sirve para algo, les recuerdo el discurso fúnebre de Pericles, donde hay un apartado sobre el valor de los ciudadanos en la política: «Somos (los atenienses), en efecto, los únicos que a quien no toma parte en estos asuntos lo consideramos no un despreocupado, sino un inútil».
Para terminar, tengo una curiosidad. Me gustaría saber cuántos de esos políticos que exigen estentóreamente la oficialidad tienen ya a sus críos en un colegio privado o los matricularán de inmediato. Lo comento porque, eso sí, seguro que están al tanto de que siempre se discrimina en favor de los privilegiados. Y me explico. La gente que no nada en la abundancia mandará a sus hijos a un colegio público, donde aprenderán español y tendrán una inmersión en bable, pero donde la precariedad del inglés les cerrará la puerta de innumerables mercados laborales. La élite no tendrá ese problema, y sus vástagos se expresarán con soltura en un español universal y en el bable local, y aparte, los idiomas que se puedan pagar. O sea, consolidación de la aristocracia y menos competencia a la hora de mandar. Esa es mi curiosidad, y es mucha.
Siempre tengo en la cabeza aquella epístola de Pablo a los Gálatas en la que escribe: «¿Me he hecho, pues, enemigo vuestro por deciros la verdad?». Y entonces pienso: pues qué se le va a hacer. Lo que tengo claro es que no se puede intentar caer bien a todo el mundo. Lo que tengo claro es que, si no eres honesto cuando escribes, dedícate a la cría de palomas.
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