El arte de la provocación

Rasgarse las vestiduras por el posible daño de un cuadro de Van Gogh, que en realidad nunca se produjo, tiene mucho de hipócrita. Imagino que él mismo tiraría más tomate ante la grave situación planetaria

Lunes, 31 de octubre 2022, 01:33

Matías Vallés en una columna publicada recientemente comenta que Ryoei Sato, que adquirió en subasta 'El retrato del doctor Gachet' de Van Gogh, pidió antes de fallecer que su cadáver fuese incinerado junto con la pintura. No sé si este acto incomoda a los lectores. ... Al fin y al cabo, se trataba de una propiedad privada. También puede ser visto como un abuso. Es decir, el intento de un coleccionista egoísta de privar a la humanidad del disfrute de una obra maestra, que -debería de ser así- nos pertenece, al menos un poco, a todos. A muchos les ha parecido mal (o muy mal o peor que muy mal o un acto de gamberrismo o una muestra de vandalismo inaceptable) que un grupo organizado, que ha tenido como cabeza visible a dos jóvenes, hayan escogido una copia de 'Los girasoles', también de Van Gogh, como diana para un truco publicitario -porque eso es lo que ha sido- en la National Gallery de Londres. Las dos activistas bañaron con salsa de tomate la cubierta de cristal que protegía la celebérrima pintura. Las activistas preguntaron a la audiencia si su acto era más terrible que el futuro que le espera a la humanidad debido al cambio climático.

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El truco funcionó. Las jóvenes consiguieron su propósito. La noticia llenó durante unas horas los titulares de los periódicos de todo el mundo. Incluso, durante una entrevista en el programa de radio La Ventana, a raíz de la publicación de 'Blues para un planeta azul' -mi último libro y una reflexión sobre la crisis climática-, Carles Francino me preguntó mi opinión sobre lo ocurrido en la National Gallery. Y dos días después, Risto Mejide, en Todo es mentira, también hablando sobre 'Blues', me volvió a preguntar sobre el tema.

Y yo tengo una opinión. Y es la opinión de los jóvenes. Porque en esto del cambio climático estoy con los adolescentes y jóvenes que protestan. Son ellos quienes promueven y conducen lo que está siendo la mayor revolución de la humanidad (mayor que la Ilustración, mayor que la Revolución Industrial), porque en ésta nos jugamos todos la vida (extinción ha dejado de ser una metáfora exótica de significado vago). Una revolución iniciada por los niños, como nos ha dicho más de una vez María Neira. Así que, en este caso, la edad de los activistas es relevante. Y es relevante porque, primero: la crisis climática es un problema intergeneracional, es decir, que los niños de hoy son los herederos de un planeta cuya biología estamos devastando sus mayores. Y, segundo, porque debido a su edad, los jóvenes aún no han llegado a los puestos de poder, a los centros de decisión donde se toman las medidas para acelerar o frenar la crisis climática. Así que, aunque ellos saben la verdad -los combustibles fósiles están destruyendo la vida en el planeta-, no pueden hacer nada para evitarlo. Siento su indignación de testigos indefensos de un desastre evitable. Siento su rabia, esa rabia sana, sincera y justa que sienten los jóvenes ante la injusticia, en este caso ante la injusticia climática, y que incita a actuar, a rebelarse.

Rasgarse las vestiduras por el posible daño de un cuadro de Van Gogh (que nunca se produjo) tiene mucho de hipócrita. Mientras estuvo vivo, Van Gogh, aquejado de enfermedades psiquiátricas y bebiendo en exceso, no vendió sus cuadros, nadie los quería comprar: a la humanidad su arte le importaba un comino. Fue solo después de muerto que sus pinturas adquirieron la fama que se merecen. En lo más profundo de mi corazón -detestando el gamberrismo y admirando el arte- siento que, si el pintor hubiese podido presenciar a los activistas cometiendo este falso acto de vandalismo, les habría dicho: ¡Bien hecho! Porque el arte tiene mucho de provocación, de despertar conciencias, de agitar las mentes dormidas. Así que me es fácil imaginarme a Van Gogh uniéndose a ellos, tirando él mismo más tomate, con la intención de sacudir a una humanidad anestesiada por los vapores que desprenden la gasolina y el petróleo. Seguro que él, Vincent, tiraría con rabia contra un cuadro, al parecer de incalculable valor, por el que nunca le pagaron ni un maldito euro.

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